Al día siguiente, cuando ya no albergábamos
esperanza de ello, el maestro de obra apareció con un ayudante. Un muchacho
flaco, tengo pruebas de que nada tímido, no sé qué tan buen o mal trabajador,
con una forma física y un color de piel que sintetizaban por lo bajo el
infinito mestizaje de Latinoamérica. “Tiene cuatro niños”, me contó don T en
tono de chisme apenas hubo ocasión de poner el tema, “y alquila una casita por
seiscientos mil pesos más arriba de Buenos Aires”. Y era venezolano, claro.
¿Quién más estaría dispuesto en esta época a trabajar de ayudante de
construcción en Medellín y por el pago que aquí se ofrece? Las entrañas se me
comprimieron por el presentimiento de que la conciencia entraría en juego. Esa
noche discutimos el asunto y decidimos asegurarnos de que al ayudante se le
pagara, cuando menos, lo que a un nacional (sé de muchos patrones que,
aprovechando la desgracia de los inmigrantes, los hacen trabajar por tarifas
muy inferiores a las mínimas), así como mantener el ofrecimiento que le
habíamos hecho al costeño, el de agregar un poco más al pago que le hiciera don
T, y ser amables y todo eso. Ser amables. Recordar que durante la mayor parte
de la historia ha ocurrido lo contrario, ha sido Venezuela el país invadido de
colombianos varados. Y que si ahora un gobierno peor que los nuestros ha convertido
ese territorio en una infinita tragedia, es nuestra obligación mostrarnos
solidarios.
La obra adquirió un mínimo dinamismo y, al
menos, pronto se liberó al balcón de su primera carga de escombros. Sin
embargo, la situación empeoró para mí, que por las características de mi
trabajo soy el que permanece en casa y está al tanto de los avances y del
estado de los trabajadores y por las características de mi personalidad soy
dado a sentir fastidio por cualquier presencia que no sea de mis afectos
cotidianos. Si con el maestro me esforzaba por ser amable y mantenerlo surtido
de agua, jugo, gaseosa, tinto (la cosecha cafetera de Colombia bien podría
dedicársele íntegra al gremio de los constructores y no sería suficiente), con
el hermano venezolano expulsado de su tierra por la vileza del chavismo el
esfuerzo se multiplicó y la conciencia me obligó a soportar cosas que por lo
común no soporto. Lo más insoportable eran sus costumbres con el sistema
respiratorio (uso este eufemismo para evitar descripciones en extremo
desagradables), más notorias en tanto la pandemia del covid 19 se enfurecía con
una ciudad donde la deficiente gestión de las autoridades y la
irresponsabilidad de los habitantes han elevado las cifras de contagios y de
muertes hasta alturas que poco se ven en la mayor parte del mundo.
Los usos respiratorios del ayudante eran
imposibles de ignorar incluso si yo permanecía encerrado en mi estudio, así que
su presencia en la casa se me fue volviendo más insufrible cada día. El asco motivó
un permanente estado de irritación, pero, consciente como era de que, primero,
los dos individuos me estaban prestando un servicio, y, segundo, el venezolano
estaba ubicado en la zona más oscura de la realidad colombiana, ponía todo mi
empeño en mantener el clima amable y en tratarlo con consideración. En mi
espíritu hicieron colisión la ideología que he tratado de cultivar y los
prejuicios que he heredado de mi cultura, sobre todo desde la mañana en que me
quedé a solas unos minutos con el venezolano y sostuvimos nuestra única
conversación. Quería preguntarle la edad: veinticuatro (podía calcularle veinte
por ciertos rasgos o cuarenta por la marchitez de su rostro y de su cabello), y
hacerle un reproche:
–¿Vos por qué tenés cuatro hijos? –que
equivalía a decirle “güevón, pero vos en esa situación en que estás cómo te
ponés a engendrar esa mano de niños, pobres criaturas”.
El relato de cómo a su situación, de por
sí complicada por haber nacido en una familia pobre de Maracay en la época más
infame de un país cuya historia es pletórica en infamias, le sumó lo que a mí
me pareció una sucesión de torpezas e hizo que mi fastidio aumentara. En
esencia, es esto: se enamoró de una muchacha algo mayor y que ya tenía el
primer niño (va uno) con un patán que la abandonó. El muchacho se hizo cargo
del niño, pero como es “de ideas cristianas” quería un hijito de su propia
sangre que, además, consolidara su relación con la muchacha. Les nació otro
niño (van dos) y la situación empeoró, desde luego: sin trabajo, en un país
saqueado al extremo por la dictadura. Le fascinó el hijito de su propia sangre
y decidió hacer otro, varoncito, para que los dos jugaran fútbol (sic, y van
tres). La tragedia del país se agravó y produjo la crisis migratoria que se
disparó en 2016. El tipo no tuvo más remedio que huir ¡a Colombia, a Medellín!
Mientras tanto, la mujer se quedó en Maracay con los tres niños… y con un nuevo
marido. El muchacho regresó y la encontró de nuevo embarazada, ahora
viuda y dispuesta a volver con él. Ah, el amor; ah, el cristianismo; ah, la
ignorancia. Entonces tomaron una decisión fatal para salir de la fatalidad: venirse
juntos a Colombia. Aquí nació la niña.
Medellín, los semáforos, los colombianos generosos,
alguna ONG que subsidió por temporadas el hotel y el mercado. Esta es la
fórmula, basada en la bondad de los extraños que tanto esperanzara a Blanche
Dubois, que durante dos o tres años ha sostenido a la familia: siempre en el
borde del abismo, siempre despeñándose y salvándose del fondo por algún
accidente que contiene la caída. Luego de la última temporada de hotel y
mercado subsidiados, el venezolano tomó la decisión de lanzarse al alquiler de
una casita y a la consecución de trabajos en los que ya había incursionado en
su ciudad. Uno de esos extraños bondadosos fue el conocido de don T que se lo
recomendó sin otras credenciales que la solidaridad y la confianza en el vacío.
–¿Qué hacés
en Colombia, por Dios? Aquí no hay nada –lo recriminé con la sincera intención
de animarlo a marchar en busca de horizontes menos oscuros.
Me contó que
el proyecto inmediato era llevarse a la mujer y a los cuatro niños para
Maracay, tramitar allí sus documentos y saltar a Chile, a no sé qué ciudad asolada
por una plaga de colombianos y venezolanos. Le sugerí, casi le supliqué, que lo
hiciera pronto, antes de que su ideología cristiana y su deseo de expandir la
sangre lo lleven a engendrar el quinto hijo: “Sí, largate para Chile, que ese
país aunque también está en Latinoamérica, y por tanto anegado de mierda, es
una mierda menos fétida que la de Venezuela y la de Colombia”.
Don T y el
venezolano nunca encajaron del todo bien. El uno daba instrucciones y se
quejaba de la falta de iniciativa del otro, mientras que este hacía evidentes
esfuerzos por parecer sumiso a pesar de que a veces creía valer más de lo que
se le reconocía. Un día de ya no recuerdo cuántos meses atrás, nos citamos para
ir a comprar unos materiales. Aparecieron el maestro y la arquitecta. El
ayudante, según don T, habría de llegar a nuestra casa más tarde. No llegó.
Temí por la ralentización de la obra, pero también me di cuenta de que fue un
día diáfano: sin asco, sin esa sensación de incurable miseria que el hombrecito
me producía. Apareció al día siguiente más temprano que su jefe y con un cuento
que era de esperar y que, concordé con el señor, podía tanto ser verdad como
ser mentira: la niña se había enfermado. Por fortuna la enferma era la niña,
que por haber nacido en Medellín tenía derecho a tratamiento en el sistema
público de salud; los otros niños y los padres no podían enfermarse, golpearse,
accidentarse, debilitarse o sucumbir, pues nadie los atendería. A la criatura
debían practicarle pruebas de coronavirus, debido a que su enfermedad era de
los pulmones. El venezolano se fue, en teoría, a atender a su familia. Volvió
al otro día: que la niña ya bien, que disposición para trabajar. Como siempre,
los instalé en la obra, les ofrecí café y jugo y me encerré en mi estudio.
Horas más tarde, don T me llamó para mostrarme algo: mientras él movía unos
escombros en el balcón, el venezolano le pidió permiso dizque para ir a la
tienda. Él se lo concedió y no se fijó en su salida, pero a los pocos segundos
empezó a cavilar. Fue a donde tenía la ropa limpia, revisó la billetera y, por
supuesto, la encontró casi vacía. El ayudante se había largado con la mayor
parte de su dinero, dejándole ocho mil pesos, o dos mil –la cifra ha cambiado
varias veces–, en fin, lo suficiente para un pasaje de bus. El monto del robo
ha cambiado también en cada relato del señor: empezó en 200 mil pesos, después
le dijo a la arquitecta que 150 mil, después a mí que 250 mil, después a los
dos que 280 mil. No sé. Del venezolano no hemos vuelto a tener noticias. Dejó
como recuerdo la coca con su almuerzo del día, que después don T le regaló a
una señora en la calle. Quisiera no cultivar los prejuicios, pensar que lo
importante no es la nacionalidad sino el acto, que un venezolano no es todos
los venezolanos y que una acción –tal vez desesperada– no es toda la persona, y
me consuelo pensando que una de dos cosas: el botín se utilizó para llevar
alimento a los niños o, como un Jean Valjean de tiempos igual de miserables, el
tipo robó un pequeño monto para iniciar la construcción de una vida digna. Sé
que lo más probable es que, si hubo tal robo, sus consecuencias ahondarán la
desgracia del individuo y los suyos: pertenecen a esa casta que no halla
redención.
Hay dos tipos de lugar en el universo en los
que se sospecha que el tiempo corre de para atrás. Uno es el horizonte de
sucesos de los agujeros negros. El otro es la obra de nuestra casa, aunque en
esta última en realidad no corre de para atrás, sino que da tumbos: cada vez
que paso por allí, encuentro una situación diferente. Puede que don T esté más
viejo, o haya llegado a la adolescencia, o recién llegue a los cuarenta, o
acabe de nacer: siempre está en un momento diferente de su vida. En cuanto a la
obra en sí misma, a un enchape que ya estaba a punto de terminarse ahora le
falta un esquinero, a la madera que debía empezar a lijarse mañana se le lijó
un pedacito esta mañana y se reemprenderá en cualquier momento de la eternidad,
la pintura que ya se había secado en los tarros ahora está de nuevo líquida...
En fin. Fenómeno interesantísimo, que algún día le expondré a Carlo Rovelli. La
arquitecta, que en el comienzo de los tiempos se enteró de que la obra estaría
bajo su dirección, viene cada cierta cantidad de meses a mostrarnos sus pintas
–espectaculares, vistosas, únicas–, a que la oigamos hablar –la conversación más
entretenida y abigarrada de la comarca–, a consentir a los gatos y a que la
veamos fumar. Tomamos baldados de tinto con ella. Me encantan sus visitas, pues
nos revitaliza el ánimo a todos.
Y como de todas maneras me empeño en que
mis cosas se mantengan en el orden lineal del tiempo que me resulta cómodo,
cada tantos meses hago presión para que se vean avances. Sospecho que la obra
terminará poco después de que finalmente llegue a Colombia la vacuna senegalesa
contra el covid 19. Iremos los tres juntos, la arquitecta, don T y yo, a
vacunarnos, pues entonces los tres habremos sobrepasado con suficiencia de
méritos la edad en que se está en la primera línea de vacunación. Vendremos
luego a ver en qué punto será necesario retomar los trabajos, para esos lejanos
días ya viejos y urgidos de remodelación.