Una semana antes, cuando sonó el himno nacional, pensé en mi
abuelo y durante unos segundos contuve las ganas de llorar. Pensé algo más o
menos como esto: “Abuelo, firmaron. Hay que perdonar”. Y no lloré. Estaba a
solas viendo por televisión la ceremonia de firma del acuerdo, con mi
pensamiento cabalgando entre los muchos jefes de Estado, secretario de la ONU
incluido, que acudieron a la firma en calidad de testigos, y la historia de mi
familia. Muchas emociones me tenían en vilo esa tarde de septiembre. La más
importante de ellas, la que me causaba el hecho de estar presenciando la firma
de un acuerdo de paz en este país, mi país, que tantas guerras ha librado
contra sí mismo (perdiéndolas todas). Sentía, sobre todas las cosas del mundo,
que había llegado el momento de perdonar. Cerré los ojos y le pedí al abuelo
permiso para, en nombre suyo, perdonar a los que lo asesinaron y dar comienzo a
una historia nueva para sus descendientes.
Podría uno decir que “todo empezó…” en tal fecha, pero la
verdad es que no hay una fecha de inicio. ¿A qué hito corresponde ese “todo
empezó”? Digamos, para centrarnos en el tema, que todo empezó cuando las Farc se
dieron a copar las montañas del suroriente de Antioquia, norte y oriente de
Caldas. Esto ocurrió en algún momento de los años noventa. Hasta entonces,
Pueblo Nuevo, la aldea donde todo empezó para mí, era un lugar feliz. Hablar de
un lugar feliz en Colombia –o en cualquier nación de los hombres– puede parecer
una ingenuidad o un acto de cinismo, pero en amplia medida de Pueblo Nuevo
podía decirse que lo era. Un caserío ubicado en una playa del cañón del río
Samaná, que sirve de frontera a los dos departamentos, con agua en abundancia y
tierras fértiles en muchos pisos térmicos. Sus pocos habitantes han sido pobres
toda la vida, pero el abandono del Estado y las carencias de la economía
siempre fueron compensados por la solidaridad de unos con otros. Mis abuelos
llegaron allí en algún momento de los sesenta y con los años se convirtieron en
patriarcas de una región de ensueño. El patriarcado del abuelo era menos un
título o una condición social que una disposición suya para el servicio. A lo
largo de varias décadas no hubo nadie en Pueblo Nuevo que de alguna manera no
tuviera algún motivo para darle las gracias.
Tengo una frase para lo que ocurrió después: “Entonces
llegaron ellos”. En torno a ella me ha vibrado en la cabeza, durante años, un
proyecto de novela para cuya escritura definitiva, creo, me falta aún una
cierta perspectiva de tiempo. En torno a esta frase he escrito, además, un par
de posts en que intento reflexionar
sobre lo que ocurrió en Pueblo Nuevo. Cada vez que en un papel, en un
computador, o en mi cerebro, escribo: “Entonces llegaron ellos”, un borbotón de
ideas me arrastra el espíritu. En todas ellas están mezclados el destino
trágico de la región y del país. “Ellos”, para efectos de mi historia
particular, son los guerrilleros. Ellos, los de las Farc. Soy consciente de
que, desde otras perspectivas, “ellos” han sido diversos agentes en diferentes
momentos de la historia y en diferentes lugares de la geografía: las fuerzas
del Estado, los paramilitares, los terratenientes, los mercaderes nacionales y
extranjeros, los colonizadores… Tiene demasiadas caras la tragedia de Colombia.
Cuando las Farc llegaron a Pueblo Nuevo, a mediados de los
años noventa, literalmente tiñeron de sangre el paraíso. Se me perdonará la
figura tan cursi, pero eso fue lo que ocurrió. Los guerrilleros no se comportaron nunca como el ejército
del pueblo que proclamaban ser, sino como una fuerza de ocupación cuya política
era el arrasamiento de todo lo que se les opusiera. ¿Qué hizo el Estado para
enfrentarlos? Huir. Unos pocos agentes de la Policía Nacional que
acantonaban en la inspección local fueron trasladados a municipios sin
presencia guerrillera y el Ejército de vez en cuando se daba una pasada por la
región, pero no para proteger a los habitantes sino para protegerse a sí mismo.
Todos tenían miedo y el miedo volvió poderosos a los invasores. Muchos
campesinos fueron asesinados, muchos otros se vieron forzados al destierro.
Don Jesús Vargas, mi abuelo, era ya septuagenario cuando se
produjo la invasión del frente comandado por la sanguinaria Karina. Desde el
principio fue claro con ellos: no estaba de acuerdo con su dominio violento
sobre la región y no estaba de acuerdo con sus ideas (las que, en realidad, si
es que las tenían nunca expusieron). Por entonces, yo todavía pensaba en las Farc unidas a un concepto que
hoy me causa gran incomodidad al relacionarlo con semejante grupo, pues lo
siento mancillado: revolución. Consideraba que la revolución estaba
unida a valores como el respeto al contrario, el honor y la defensa de los más
débiles. Por eso no me contagiaba de la preocupación que empezó a agobiar a mi
mamá y a mis tíos por el abuelo. Me parecía absurda la simple posibilidad de
que un hombre anciano, solo, desarmado y capaz de oponérseles con la palabra,
pudiera correr peligro con los luchadores de cualquier revolución.
El 19 de febrero de 1999, sin embargo, dos verdugos de las
Farc asesinaron por la espalda al abuelo. Muchas cosas nobles murieron en mí
esa madrugada y nació una rabia que solo vino a alivianarse diecisiete años más
tarde, cuando las Farc y el gobierno de Juan Manuel Santos avanzaron con
seriedad en la negociación que derivaría en el acto del 26 de septiembre en
Cartagena. Ingenuidades aparte, me parecía no solo que el país merecía, sino
que de verdad podía darse la oportunidad de terminar el conflicto armado.
Pensaba que por fin iba a ser posible que en Colombia no asesinaran a mi
abuelo.
Creo que los hombres tenemos el deber de influir en la
historia para que esta vaya dejando de avanzar a los trancazos y llegue a ser
alguna vez el espacio en que nuestras vidas se desarrollen sin otros
sobresaltos que los indispensables para habitar el mundo. Cada quien a la
medida de su espíritu está una que otra vez a lo largo de su existencia en la
obligación de prestarse al cultivo de nobles causas. Esta es la razón por la
que, deponiendo mi rabia personal, llegué al 2 de octubre con la convicción de
que era necesario participar en el Plebiscito que el Gobierno convocó a fin de
darle base popular a lo pactado con la guerrilla y votar Sí al apoyo del
“acuerdo final para terminar el conflicto y construir una paz estable y
duradera”.
Ocurrió lo impensable: las mayorías se abstuvieron de
participar en la decisión sometida a su consideración más importante en
nuestros dos siglos de independencia y entre quienes votaron se impuso, aunque
por estrecho margen, la opción del no. Increíblemente, un país que a lo largo de su existencia
ha padecido todas las formas de la guerra se acercó como nunca a la posibilidad
de la paz y en el instante decisivo la rechazó. Han transcurrido unas
pocas semanas y el desconcierto no cede. ¿Qué pasó? En parte, claro, está la
campaña tramposa de la que con sorprendentes cinismo e ingenuidad alardeó en
aquella entrevista el gerente de la campaña del No (La República, 6 de octubre), Juan Carlos Vélez Uribe, ¡un sujeto
que estuvo a punto de ser alcalde de Medellín!: a punta de argumentos falsos le
hicieron creer a la masa ignorante cosas como que el acuerdo contemplaba que a
los jubilados se les sacara el siete por ciento de su mensualidad para
destinarlo a los guerrilleros desmovilizados o que promovía ideologías
tendientes a la “homosexualización” de la gente.
Claro, no todos los electores negativos son ignorantes o
tienen malas intenciones. En los primeros días sentí mucho enojo con mis
familiares y amigos que votaron No, pero en todo momento fui consciente de que
yo mismo estaba muy cerca de esa opción. Nunca en sus 52 años de lucha armada hicieron
las Farc algo que no fuera repudiable. Recuerdo en primerísimo lugar la historia de mi abuelo,
porque es mi dolor personal, pero la lista de los crímenes abominables de la
guerrilla es tan abultada, su soberbia tan ofensiva, que no es preciso hacer un
gran esfuerzo para comprender a quienes se obstinan en decirles que no: así no
es, Timochenko y sus secuaces. Al pueblo se le respeta.
Muchas cosas nos hemos dicho entre nosotros y nos han dicho a
los colombianos a lo largo de los cuatro años que duró la negociación. Nos han
enrostrado, con una simpleza que casi lo hace comprensible, aquel llamamiento
del filósofo Jacques Derrida a perdonar lo imperdonable. Desde otra orilla de
la filosofía, la estadounidense Martha Nussbaum nos escribió una carta,
respetuosa y bonita, en la que nos invitaba al perdón y la reconciliación… Y,
así, infinidad de voces claman por el cese de la guerra. Es necesario perdonar,
digo yo, porque la guerra solo produce dolor y necesidad de venganza, y la
venganza se perpetúa y lacera el espíritu de todos. Es necesario, sobre todas
las cosas del mundo, dejar atrás nuestros doscientos años de país belicoso y
explorar de esta manera las posibilidades del progreso. Para mí es claro el
mensaje que entrega el personaje de la película The Railway Man (Jonathan Teplitzky, 2013): “Algún día el odio
tiene que terminar”.
También en Colombia.
Publicado en: Agenda Cultural Alma Máter 237.
Universidad de Antioquia, noviembre 2016