El miércoles empezó el festival de cine de
Cartagena. Hace algunos años, cuando creció y se volvió un evento de primer
orden, lo rebautizaron a la moda esnob del mundo: FICCI, por sus iniciales que
traducen Festival Internacional de Cine de Cartagena. Estaba previsto que en
una fecha como hoy yo estuviera aplastado por la nostalgia, pero me encuentro,
asombrado, con la indiferencia.
Durante veinte años seguidos, desde cuando
yo era muy chiquito en el mundo del cine y de este apenas me interesaba el papel
de simple espectador, hasta cuando el Festival creció para volverse más internacional pero también para perder
el encanto, asistí a Cartagena con un rigor de obseso. Mientras muchos iban
allí a exhibirse, mi pequeño grupo de amigos y yo íbamos a ver películas y de
vez en cuando a escuchar y entrevistar personalidades. Cero farándula. Veinte febreros
y veinte marzos pasaron y de nuestras vidas, como del Festival, se fue la
frescura. Muchos amores, muchas películas, unos cuantos momentos de auténtica
felicidad, y también una que otra feroz desazón, se me colaron en el ánimo y
contribuyeron a transfigurarlo. De las desazones, dos recuerdo con espanto: cuando
me atracaron unos policías en Bocagrande y cuando mis amigos se dejaron seducir
por el ser humano más pérfido de cuantos he conocido y asistieron a Cartagena
como parte de su séquito. El primer hecho fue bastante agrio y nutrió el
anecdotario; el segundo culminó en que a la larga ellos se sacudieron de la
perfidia, pero cuando regresaron ya no era posible ser igual de amigos.
Hoy es 4 de marzo. Recuerdo a otro
apasionado de Cartagena, uno que se suicidó en pleno festival, pero no estando
allí aunque sí, en parte, por el dolor de no estar. Mi homenaje a él, a mí y a
la ciudad, en la crónica “Querido Marlon (un diario positivista de viaje)”, que
escribí a propósito del festival del año 2002 y que fue publicada primero en la
edición 62 de la revista Kinetoscopio
(una que existió) y luego en mi libro Para
agradar a las amigas de mamá. A continuación, un fragmento de dicha crónica,
así no queden rastros en la vida de Andrés Caicedo, de Cartagena y de mí.
Día 4. El hombre que
tendría cincuenta años
El lunes comienza el domingo, cuando después de ver El
acordeón del Diablo vamos por el muelle de Los Pegasos y alguien
canturrea dos versos de una salsa vieja: “Hay fuego en el veintitrés”. Pregunto
la hora. Responden que son las doce y les digo: “Adivinen quién está cumpliendo
veinticinco años de muerto hoy”. Acatan de inmediato: “Andresito”, dicen, y sus
voces recorren el espectro de sentimientos que hay entre la admiración y la
ternura. Lo veo caminar entre los pegasos estáticos, perdido en la penumbra. Cabello
largo, ojos de muchacho con demasiados caminos, escribiendo siempre, susurrando
aquella salsa.
El 4 de marzo de 1977 Andrés Caicedo se suicidó con sesenta pastillas de Seconal en su apartamento de Cali. Sus dramas de ese momento incluían el no haber podido venir a Cartagena para el Festival. Tenía veinticinco años y ya había escrito la literatura más importante de su generación y la crítica de cine más autorizada y entusiasta, e iba a hacer muchas películas, muchas obras de teatro, muchos libros. El problema era que habría seguido envejeciendo, como nosotros que ya somos mayorcitos que él, y en él la vejez constituiría traición.
El Festival les rinde homenaje a Danny
Glover, a Harry Belafonte, a Gillo Pontecorvo. A Andrés se lo rendimos
nosotros. Decimos: “La ocasión exige enturbiarnos”, y nos dirigimos caminando a
Bocagrande, por donde a esta hora solo caminan los fantasmas de los bucaneros,
y cuando llegamos al único supermercado en servicio faltan dos minutos para la
una. El dependiente se niega a vendernos ron o al menos cerveza: está prohibido
hasta el amanecer. Ciudad del cine esta, donde no se le puede hacer un homenaje
alcohólico a Andrés Caicedo en sus veinticinco años. El absurdo de la ciudad
cerrada de noche tiene una explicación lógica: hábil político, el Alcalde ha
descubierto que es más conveniente para su carrera asegurar los votos de la
Liga de la Decencia que para Cartagena mantener el estatus de destino
turístico.
***
Pasado mañana
será 6 de marzo. Otro aniversario que solíamos recordar en Cartagena: el de
García Márquez. Cumpliría en esta ocasión 89 años, pero se murió el viejo. Se volvió
viejo García Márquez, igual que me estoy volviendo yo y se están volviendo
ellos. Un día no importará que nos muramos.
Durante los veinte años seguidos que fui a
Cartagena para el Festival de Cine soñé con una lluvia en el mar. A la larga
crecí y el mar mismo dejó de emocionarme. No llovió nunca. Volveré el año
entrante o el siguiente, sin duda, pues a pesar del hielo que se le instala a
uno con frecuencia en el espíritu, no hay nada mejor que las jornadas y veladas
viendo películas mientras afuera del teatro el sol chamusca a los hombres y las
estrellas siguen rodando, ajenas a nosotros, al abismo de la eternidad. No lloverá
tampoco en ese marzo.