Me llevó muchas horas encontrar al abuelo. No lo veía desde
su entierro. Dos guerrilleros de las Farc lo asesinaron a sangre fría disparándole
por detrás la madrugada del viernes 19 de febrero de 1999, una hora después de
que en un éxtasis único en mi vida yo pusiera punto final al primer borrador de
mi primera novela. El abuelo era un anciano desarmado y solo que desde cuando
ellos llegaron a Pueblonuevo les dijo a la cara que con él no contaban porque
era conservador. Esa, pensaba yo, constituía su gran fortaleza; estaba seguro
de que un grupo revolucionario habría de ser respetuoso del pensamiento opuesto
que se le expresaba con rectitud moral y que, si no era así, al menos ciertas
reglas debían regir su ética de guerra: entre ellas, el respeto a la vida de
los no combatientes, el respeto a la libertad de pensamiento. Creía yo que una
cierta inteligencia les permitiría entender a los guerrilleros que el pensamiento
opuesto enriquecería su discurso. Daba por sentadas tantas cosas sobre el
proyecto revolucionario de las Farc, que no tomaba en serio las amenazas que, insistían
los rumores, pesaban sobre el abuelo. Lo que no sabía es que las cosas dignas
de una revolución en realidad nunca formaron parte de dicho proyecto.
Hubo que contrariar su deseo expreso de
que se le enterrara en el lugar en que vivió las décadas más importantes de su
vida, a orillas del río Samaná, y llevarlo a enterrar a La Unión, su pueblo
natal, para no desatar más la furia aniquiladora de los guerrilleros. A la vez,
yo contrarié mi costumbre de no ver cadáveres: necesitaba ser su testigo, grabarme
en el alma su rostro deformado por la muerte, para que el dolor se hiciera uno
solo con la rabia y me impidiera olvidar jamás aquella infamia. Ese fue el día
en que me rendí por fin a las tercas evidencias de que la nuestra era una
revolución traicionada, que a quienes decían luchar por el pueblo los movía el
anhelo demente de la sangre derramada y que no pretendían otra cosa que dominar
la tierra para sembrarla de perfidia. Adonde llegaban se portaban como una
fuerza de ocupación, sin poder alguno para convencer a nadie pero con la
brutalidad de las armas para someter a la población desprotegida.
*
Dado que en estos meses se diluyeron los
últimos rasgos de mi confianza en los dioses y sus paraísos, ni siquiera
contemplé la posibilidad de buscarlo en el más allá. Las puertas del cielo y
del infierno son como las hadas de Peter Pan: se desvanecen de a una cada vez
que alguien declara no creer en ellas, de manera que a estas alturas quedan muy
pocos agujeros por los cuales ingresar a semejantes lugares; ninguno de ellos
me está destinado. Así pues, tras múltiple frustración opté por hacer caso de
un antiguo instinto y me dirigí al escondrijo recóndito de mi memoria en que guardo
buenos momentos de mi coincidencia en el mundo con un puñado de personas, él
entre ellas. No se crea que fue fácil hallar dicho escondrijo –carece de
sentido enumerar las peripecias de la búsqueda–: casi nada hay en mí del niño
al que una vez, y sospecho que por un lapso bastante breve, quiso el abuelo. Pero
lo conseguí.
Este recuerdo se halla en uno de los
rincones más gratos del escondrijo: una casa en un valle de los Andes
colombianos; en ella, un hombre del campo y un niño de no más de cinco años
conversan, lo que quiere decir que juegan. El momento de esta coincidencia es
alguna fecha de comienzos de los años setenta, el valle el del cañón del
Samaná, el campesino él cuando empezaba a tener la edad de los patriarcas y el
niño uno que se desfiguró en mí para dar paso al hombre medroso que soy ahora. Estos
elementos permanecen atados a mi memoria por alguna fibra secreta de la
melancolía, una que se va debilitando vivencia tras vivencia y algún día se
romperá para dejarnos caer a todos en la espesura del olvido. Mientras tanto, agazapados
bajo múltiples capas de mi ser, allí están el cañón, el río, la casa, el hombre
que fue mi abuelo, el niño que fui yo. Los vislumbro al final de mi búsqueda.
Allí voy, pues. Me lanzo al abismo y en lo
hondo de mí, cuando siento que estoy a punto de perderme, me encuentro con el
abuelo. Pienso que si el cielo y esos embustes existieran, él se habría ganado
un espacio en ellos, pero, como no hay cielos ni eternidad para la conciencia
de los muertos, se vuelve necesario cultivar el consuelo del recuerdo para
hacer de cuenta que ellos permanecen en alguna parte. Esa parte soy yo. En mí
he encontrado al abuelo, dieciséis años después de su asesinato a manos de
quienes ahora pretenden llamarse Paz.
En el recuerdo, sin embargo, nada es nada
y nadie es nadie. Todos fuimos, todo fue, y solo tras un esfuerzo gigante de la
voluntad consigo hacer que el hombre me vea. Que me vea, que me perciba. Son
muchas las distancias que he debido vencer. Por ejemplo, yo ya tengo la edad
que él tenía cuando yo ya tenía uso de razón. Solo que, como uno viene estando
consigo toda la vida en una especie de perpetua juventud, no se da cuenta de
que de repente ha llegado a la edad de los abuelos. Eso, y que a diferencia
suya yo no he tenido hijos y por consiguiente tampoco nietos. No los tuve y no
los tendré; no está en mi voluntad hacerle más daño al ecosistema. En esencia
soy un hombre tan diferente de él, tan diferente incluso de aquel niño al que
él quería y con el que en este rincón de la memoria juega a frotarle la barba
de dos días en las mejillas, que por muy adentro que esté de mi ser me es
difícil entablar comunicación. Pero me las ingenio. El prodigio de la
literatura permite que en el rincón dentro de mí al que he ido a buscarlo
confluyan su tiempo y mi tiempo, de manera que a pesar de las circunstancias de
cada cual en nuestro encuentro sigue habiendo entre nosotros la diferencia de
edad suficiente para que él sea el abuelo y yo el nieto, y para que podamos
hablar.
El problema ahora es cómo llamarlo. Por la
época a la que corresponde el recuerdo y hasta bien entrada la primera
juventud, me dirigí a él por el mote que en el país paisa les teníamos a los
abuelos: “Papito”. Cuando empecé a crecer, ese apelativo se me hizo tonto.
Durante los últimos años lo llamé por su nombre de pila antecedido del
calificativo que, en mi concepto, se había ganado bien: “Don Jesús”.
Don Jesús Vargas, el abuelo, rodó de
pueblo en pueblo y de finca en finca hasta recalar con su familia –mujer y diez
hijos legítimos y, que se sepa, cuando menos otro que fue concebido a
hurtadillas con una señora del lugar–, a comienzos de los años sesenta, en un
caserío recién fundado en los límites entre Caldas y Antioquia. Como lo mío es
el silencio, nunca me han contado bien la historia. El hecho es que Pueblonuevo
estaba lejos de todo, pero cerca de la felicidad. Ubicado en lo hondo del cañón
del Samaná y guardado por la fertilidad de todos los pisos térmicos, allí no le
faltaba lo fundamental a nadie. Sobraban el agua y la comida, y la solidaridad
de unos con otros llenaba los vacíos que la pobreza generalizada le imponía a
la comunidad. Entonces llegaron ellos, los guerrilleros, y lo que nunca hubo
durante tantas décadas de abandono estatal desbordó de repente las vidas de
todos allí: la desgracia.
Llamarlo Don
Jesús, sin embargo, se me hace que incrementa la distancia en un ejercicio como
este, que consiste en traerlo de vuelta de los abismos por un rato y comentarle
que, después de tres años de negociación, el Gobierno y las Farc han anunciado
un acuerdo sobre aplicación de justicia y, para dentro de seis meses, la firma
de la paz. No es que yo crea que un convenio con uno de los tantos grupos en
conflicto nos vaya de veras a volver un país pacífico, pero algo de ilusión
genera el hecho de que el más vehemente de todos esté dispuesto a aquietarse,
así a cambio haya que ofrecerle mil prebendas.
Lo llamaré
como quisiera llamarlo ahora si no estuviera muerto. Sin embargo, a pesar de mi
decisión, en la circunstancia presente sigo envuelto en la barrera que toda la
vida me impidió comunicarme con los míos. ¡Lo tengo a mi disposición en un
jirón de la memoria y no sé cómo hablarle! Qué debo decirle, no sé en definitiva;
he ahí el siguiente problema. ¿Cómo hablar con un muerto de tantos años al que
uno quiso y con el que en vida, sin embargo, ya era difícil el diálogo? Avemaría,
abue, ni siquiera te pregunto si estás descansando en paz, porque tengo claro
que en la nada no hay descanso ni necesidad de él, ni te hago preguntas sobre
tu experiencia en esa nada porque bien entiendo que en ella en definitiva no
estás, no sos.
–Buenas
noches –le digo.
–Buenas
noches, joven –saluda y es la primera vez que oigo su voz profunda en tres
quinquenios largos. Sonríe con los ojos, y el mismo prodigio que me ha
permitido hallarlo en este recuerdo lejano permite que él me vea como a su
nieto, a pesar de que en su momento y en el mío tenemos más o menos la misma
edad. Cosa difícil de comprender, esta de haber alcanzado en edad al abuelo de
uno. Como he logrado que su tiempo y el mío se fundan y a través de sus ojos consigo
sentirme en el Pueblonuevo de los años setenta, a través de los míos logro que
perciba mi circunstancia presente. Esto ya lo tengo claro. Por eso apelo al
único recurso de comunicación que se me ocurre: le hago ver que hay eclipse de
luna esta noche.
–Mire,
abuelo –le indico mirando al cielo–: un eclipse de luna.
En nuestros
cielos palpitan las mismas estrellas, aunque la mayoría de las mías están opacas
en el esmog de la ciudad. Una luna enorme y brillante ha estado ascendiendo hacia
el cenit y ahora, en vez de enrojecer como se anunciaba, se pone negra al atravesarse
en la sombra de la Tierra y segundo a segundo va desapareciendo. En pocos
minutos no se verá más. En últimas el fenómeno no me perturba mayor cosa y a él
ningún interés le causa, pero el pretexto sirve para decir algo. Insisto:
–A
diferencia de la noche en que mataron a Luis Carlos Galán, nueve años y medio
antes que a usted, hoy la luna no se puso roja. Simplemente desapareció, mire.
Alza la
mirada. Desde su casa en Pueblonuevo sus ojos atraviesan la ventana de mi
estudio en Medellín cuarenta y tantos años después y vuelve a comprobar que el
eclipse carece de gracia. Nada comenta.
–Todos
nuestros acontecimientos están ligados a la muerte –digo yo.
Le cuento lo
de mi primera novela, de la que él no llegó a tener noticia porque la escribí
en secreto a lo largo de muchos años para justo venir a ponerle el punto final
al primer borrador esa madrugada. Tanto
como el día y la fecha, viernes 19 de febrero de 1999, tengo tatuada en las
venas la hora exacta: 4:41. Ese instante fue mi versión de la felicidad
absoluta. Me acosté tras una noche de febril escritura y una hora después me
despertaron los gritos de mamá. Mi felicidad desapareció en la espesura de su
dolor. Nunca seré capaz de perdonarle a nadie el dolor de mamá cuando mataron
al abuelo.
–Qué pesar
haberles causado ese sufrimiento –musita. Supongo que alguna culpa le asiste,
pues habría podido acobardarse, silenciarse, y los magnánimos combatientes de
la revolución le habrían permitido morirse de viejo unos años después.
Al respecto,
le cuento, yo manejo dos ideas contrapuestas. Por un lado, la rabia por el
dolor que ese acto le ocasionó a mi gente. Pero, por otro lado, también el
orgullo de que un abuelo mío muriera aferrado a la palabra. Le digo: “Resistir
al opresor incluso a costa de la vida es un acto de heroísmo”.
–Ya era mi
tiempo –justifica a la vida y a la muerte, supongo, con modestia. ¿O será a los
asesinos? ¿Cómo será el perdón desde el punto de vista del muerto?
Abuelo: Karina,
la bestia que ordenó tu asesinato, es ahora una cristiana fervorosa y gestora
de paz. ¡Gestora de paz, válganme el dios de los cristianos y los de todas las
confesiones! Travestida de buen ángel del Señor, vive protegida en las
instalaciones de una brigada militar en Carepa, Urabá antioqueño, perdonada por
la justicia de los hombres y, sin duda, con una pata en el reino de los cielos
porque el cristianismo que condena como pecados mortales las acciones más
humanas es capaz en cambio de absolver con espantosa alcahuetería los crímenes
más execrables. Ese demonio inmundo asoló durante casi una década la región de
donde nuestra familia proviene, generando muerte, muerte y más muerte, no
pronunciando jamás aunque fuera una frase que denotara un ideario, y bastó un
traspié militar para que se acobardara y negociara la entrega de los suyos con
el mismo expresidente colérico que hoy lanza rayos de apocalipsis contra los
acuerdos logrados entre el gobierno y la guerrilla.
–No se debe
juzgar a esa pobre mujer, pobre espíritu atormentado.
Se me ocurre
por estas palabras que de pronto sí existen el cielo y el infierno y que él
conoce el destino que les aguarda a sus verdugos. Al instante caigo en cuenta
de que el abuelo no hablaba así, o por lo menos conmigo nunca llegó a estas
reflexiones, y que este diálogo es un constructo de mi propio inconsciente. Ese
es el problema de venir a buscar a las personas en los recuerdos: los vacíos de
la memoria se llenan con los deseos que uno tiene sobre ellas. El abuelo con el
que hablo es el abuelo que imagino, no el que tuve. Pero, siendo esto o nada,
mantengo la conversación.
–Yo nunca la
he visto como una pobre mujer –admito–. La verdad es que muchas veces he fantaseado
con tenerla de frente, decirle “vos ordenaste matar a mi abuelo, maldita” y
destrozarla a patadas.
–No, mijo,
no vale la pena. Eso sería una simple venganza, no un acto de justicia. Y de
venganza en venganza hemos perpetuado una guerra.
–“Algún día
el odio tiene que terminar” –recito. Es la conclusión de la película The Railway Man, sobre un oficial británico
que al cabo de los años tiene la posibilidad de vengarse del soldado japonés
que lo torturó durante la Segunda Guerra Mundial. Abuelo, ¿qué pensás vos? ¿Hay
que darle fin al odio? ¿Significa esto olvidar las afrentas?
Le cuento,
pues, que esta semana el Presidente de la República y el comandante del grupo
guerrillero se dieron la mano en La Habana y anunciaron el acuerdo sobre la
aplicación de una forma de justicia a los combatientes de ambas partes, y que
en seis meses estarán en condiciones de firmar un tratado de paz. Son malditos
negociando con malditos, y, en términos grandilocuentes, calculados, vienen a
hacer su anuncio a tres semanas de que se conceda el premio Nobel. Me resulta
repelente la noticia de que los líderes de los dos bandos son considerados en
la baraja de candidatos. ¡De veras: lo son! No obstante, reconozco, algo de
esperanza me generan estas negociaciones. Mirá, abuelo, lo que, por ejemplo,
dice el acuerdo:
"En todo caso no serán objeto de amnistía o indulto las conductas
tipificadas en la legislación nacional que correspondan con delitos de lesa
humanidad, el genocidio y crímenes de guerra, como la toma de rehenes,
secuestro, tortura, desplazamiento forzado, desaparición forzada, ejecuciones
extrajudiciales y violencia sexual". Claro, si esto se aplicara no habría
posibilidad de amnistía alguna.
–Esos son precisamente los crímenes más usuales de las Farc,
ejecutados por los guerrilleros rasos y ordenados por los cabecillas.
Hay que saber que este acuerdo (como todos los que en el
mundo se han suscrito) estará lleno de mentiras y de concesiones a los
criminales. Y esto, sí, es preferible a que se mantenga la violencia. Así que
ni modo: a tragar sapos por montones, qué le vamos a hacer. A nosotros mismos
nos ha ocurrido ya en el país y en condiciones mucho peores de lo que puede
preverse con la actual negociación. Mirá nada menos un ejemplo que a vos no te
tocó: cuando el gobierno Uribe (por quien seguramente habrías votado, y no te
juzgo) negoció la “paz” con sus amigotes de la motosierra, había equis cantidad
de paracos masacrando pueblo. No sé, digamos quince mil, nunca se supo con
certeza. El hecho es que se desmovilizaron cincuenta mil, les impusieron penas
simbólicas y siguen delinquiendo cien mil. Se atomizaron en montones de bandas
criminales.
Y sí, abuelo
mío: con las Farc va a ocurrir lo mismo. Se atomizarán en montones de bandas
criminales, por supuesto. Igual que ocurrió en El Salvador y Guatemala, igual
que ocurrió aquí con los paramilitares de Uribe. Los cabecillas harán política,
pero como nadie les cree y todo el mundo los desprecia, en pocos años se
fundirán con las huestes del clientelismo nacional. Igual que ocurrió con los
del M-19, proceso que a vos sí te tocó, y eso que este grupo era burgués y le
caía bien a la gente.
–Y, sin
embargo, esto es mucho mejor que lo que tenemos –me interpreta–. ¿Quiénes somos
nosotros para juzgar a nadie?
–Víctimas, ni más ni menos.
–Víctimas en Colombia somos todos.
–No lo crea, abuelo. Ellos con mucho
cinismo se autodenominaron víctimas al comienzo de la negociación y no en vano
el país entero se enfureció. Los primeros, puede ser, eran parte de la base
popular siempre sometida. Recuerde que todo empezó porque a un campesino el
ejército le mató unos marranitos y unas gallinitas. El campesino se armó,
descubrió que las armas otorgaban poder, que el poder servía para someter a los
inermes, que los inermes eran la mayoría, y ya lo demás ha sido el horror. Los
sometidos del comienzo acabaron siendo una hueste de sicópatas, tan aborrecible
como los opresores de siempre. Más, porque con los otros a gente como usted no
la habrían asesinado nunca en este país.
–No cultive el rencor, mijo.
–El rencor, no. Pero la memoria sí.
Castigo no
va a haber para nadie que tenga armas y sepa usarlas con la maldad que
requieren. La impunidad no se desterrará. La hubo en el proceso de Uribe con
los paracos, asesinos demenciales que igualan en perversión a los guerrilleros,
como la hay todos los días para los políticos que se cagan en el país una y
otra vez. Lo que nos queda es esperar que sí se destierre la matanza. Al menos
eso. Que no te maten más, abuelo.
Sentencia:
–Los hombres nunca hemos sido buenos
castigando, porque no sabemos ser justos. Dejemos esa parte en manos de Dios.
–No, don Jesús. Mejor no hablemos de Dios.
Ese tema todavía me complica la vida.
Miro por la ventana. Me doy cuenta de que
la luna está volviendo a aparecer. Crece con el paso de los minutos. Nadie ha dicho
que tenga que ser así, pero asocio el final del eclipse al final del encuentro
con mi abuelo muerto.
–Justicia no
va a haber –concluye. Sonríe de esa manera suya, que tanto podía significar
absolución como gran ironía–. Pero a estas alturas lo más justo es que dejen de
matar a la gente.
Lo dice un hombre que fue asesinado. Ajusticiado,
dicen ellos. Comprendo.