1
Maru
continuó quejándose de que la tratábamos como a la peor de las madres,
anunciando lo mucho que nos dolería cuando ya no la tuviéramos, en fin, “el día
de la quema se verá el humo”, todas esas cosas que las mamás siempre dicen en
sus rabias y que la mía rumiaba con tanto gusto. El torrente de su cantaleta no
amainaba cuando reunió a Marcelita, los repetidos —esos futuros animales— y el
abuelo Mario para darles la comida, de manera que yo le dije que ni se le
ocurriera servirme: "ve querida, peor que una comida servida de malagana
no hay ni siquiera el beso de un faccionario gordo y borracho", y por ahí
se agarró para emprenderla contra mí, “lo que sean, sean, menos unas
sinvergüenzas”, etcétera, etcétera, así que prendí el televisor y me puse a ver
las telenovelas de todos los canales. Ella vino al rato a la alcoba, ya en ese
estado suyo de pasar de la ira al sopor: “Andá, comé, que se te va a enfriar”,
dijo con una sequedad que flotaba en las cálidas aguas del amor de madre,
turbias aguas de un amor que no sabía ser. Johnny la encontró a las nueve
pasadas a mi lado haciéndole mala cara al televisor, aburrida por no tener con
quién entablar un combate. Se miraron y no se saludaron. Ella se paró y fue a
la cocina a calentarle la comida. Él permaneció en el cuarto, callado pero no enojado
—Johnny no contaba, he dicho siempre; ni siquiera cuando ella lograba hacer que
se convirtiera en ese animal—,
organizándose para ducharse, comer, ver las noticias. Prendió un cigarrillo, el
primero de la noche en la casa, el nonagésimo del día en su cuerpo intoxicado y
en su alma insípida. Yo no le hablaba. No porque no lo quisiera o él a mí, pues
de hecho creo que de los dos fue quien más supo aceptarme, sino porque una vez
dábamos el salto de la niñez a la adolescencia todas en el mundo dejábamos de
tener palabras para nuestros papás. Maru le trajo la comida. “Esperate yo me
baño”, habló él por primera vez. Y ese era el orden usual de los
acontecimientos: Johnny llegaba, hablaban algo si no tenían secos los afectos,
él fumaba, Maru le traía la comida a sabiendas de que él haría primero otras
cosas, Johnny se duchaba, fumaba, Maru lo reprendía por tanto fumar, él se
ponía la ropa de estar en la casa, fumaba, comía, fumaba, Maru lo reprendía, veían
las telenovelas y las noticias, él fumaba, se acostaban, él despertaba cada
hora o menos a fumarse otro cigarrillo. Otro Boston, cajetilla azul, jamás en
su versión electrónica. Digamos que así funcionaba en el sesenta por ciento de
las noches. En el otro cuarenta, Maru lograba inventar la guerra. “Ese otro se
volvió a largar con los amigos esos”, se quejó esta vez. Ese otro era Raulito,
claro, ese animal; los amigos esos eran esos amigos, los que sabíamos. Los
chachos que mandaban en el barrio, pero que no podían avanzar tres cuadras a la
redonda sin perecer en territorio hostil. Maru se quejó ante una piedra que
fumaba. Johnny se sentó a mi lado, en el pie de la cama, el televisor encima de
sus ojos, pero puestas sus propias gafas de interactividad, el pucho entre el
índice y el medio derechos, y comenzó a sorber. Respiraba duro, lo cual
significaba que se disponía a responder las primeras escaramuzas. Maru se
exasperó: “Pero como en esta casa no hay autoridad”.
—¡Ya comenzaste vos!
—farfulló Johnny.
Intervine: “¡Ay, bueno,
ya!”. Y algo funcionó, pues los dos se callaron. De todas maneras, para no
presenciar lo que podía venir, desde un silencio denso (cómo me gusta que el
tiempo y los silencios se llamen densidad) hasta la irrupción de un dron
bombardero en el centro de nuestro hogar, me salí de la pieza y de la casa. La
calle estaba llena de ruidos, luces y presencias, pero en comparación con la
casa era el Mar de la Tranquilidad. Aproveché para llamar a la Mamá Grande, que
me había citado a reunión del grupo de apoyo para la noche siguiente. La Mamá
Grande era otra vez candidato a quién sabe qué cosa y yo participaba por vez
primera en la vida política, etcétera, así que estaba dispuesta a partirme el
lomo por la causa que fuera, por otra campaña en que él alzaría su grito
libertario y quedaría a pocos votos de cualquier victoria, sin puesto de
elección popular pero con poder moral para seguir imponiendo las políticas de
“nuestro sector”. Todas las causas me parecían justas, sobre todo aquellas en
las que no participaba Maru. Y no digo esto con odio. No lo habría dicho
entonces, no lo diría en los actuales tiempos de vacío. Si hubiera de elaborar
una definición literaria de ella, diría que era una especie de trágica malvada,
una arpía bondadosa. Sin literatura, más bien con sociología —ay, Platónica mía:
no lograste obligarme a leer sino novelas y a ello dedico ahora los densos días—,
diría que la pobre nació y se desarrolló en ambientes poco propicios, y
definiría los traumas que le impedían ser una mamá tranquila del segundo cuarto
de siglo. Mismos que ella resumía en “la
maldición”, la que ni siquiera sabíamos si, en caso de existir, de veras la
signaba porque las cuentas de su ascendencia se fundaban en genealogías
fantasmagóricas. A su favor he de aceptar que lograba sorprenderme con
reacciones sutiles en momentos cruciales. Tomemos, por ejemplo, la confirmación
de mi asunto.
Fue en la Semana Santa
del año en que ocurrió lo de Richi. Todos en el mundo lo sabían, pero yo estaba
pequeña y asustada, y aún no me cruzaba con los gritos libertarios de la Mamá
Grande, así que me lo negaba hasta a mí misma.
Empezaba, sin embargo, a ensayar la rebeldía de la adolescencia: decía
que no, aunque quisiera decir que sí, tratando siempre de medir los límites de
los otros, y cada retirada de ellos me volvía un poco más fuerte. Había
descubierto que una mirada cargada de dinamita o un monosílabo pronunciado con
aliento de minotauro me fortalecían ante ellos. El Viernes Santo, viendo que no
me arreglaba para ir con ella y los otros a las Siete Palabras, Maru entró a mi
pieza, me miró con ojos de filósofa tercermundista y dijo algo que ni el mismo
Jesucristo con su infinita clarividencia habría anticipado: “Vos sos gay,
¿cierto?”. Me quedé clavada en el fondo de mi susto. Conocía muy bien cada
inflexión de su voz, la intención de cada palabra suya. Supe que a pesar del
tono agrio no estaba enojada, pues de haber querido iniciar una pelea habría
dicho marica en vez de gay. Sentí que una bomba me estallaba por dentro, pero
como no me destruyó me dio fuerza para sobreaguar. No se lo negué como a Richi
y a Raulito varias veces en nuestros diálogos trascendentales. Le dije con un
hilo de altanería que logré trenzar con mis escasas fuerzas: “Peor que eso,
mami”. Se quedó callada, tal vez esperando una explicación o una petición de
perdón. No me alcanzó la fuerza para contarle lo que después tendría que saber.
Seguí aferrada de mis gafas de interactividad, pero no viendo la película de
Moisés —una antiquísima que daban en 2D—, sino maquinando uno de mis trucos de
manipulación: “Ay, mija: en caso de tragedias que no pueda enfrentar, llore”,
me aconsejaba la Chiko Freza. Si Maru se ponía agresiva, me lanzaría a su pecho
diluviando lágrimas y rogando su comprensión sobre las fuerzas que me
desbordaban. El minuto siguiente fue, como se dice siempre en las novelas,
tortuosamente denso; diríamos que duró horas. Maru dejó para después la pelea:
“¿Entonces no vas a ir con nosotros?”. Comprendí que en esa seudopregunta me
estaba entregando un buen grado de autonomía; de todas maneras, para no irse
derrotada, y en un tono en cuyos matices reconocí más complicidad que
frustración, remató: “Este negro hijueputa me salió peor que todos”. Me quedé
muerta del miedo, pero a la vez con una tranquilidad maravillosa porque al fin
había enfrentado a la fiera más temible.
Johnny solo se metía con ella; con nosotros era cariñoso de vez en
cuando e indiferente la mayor parte del tiempo, de manera que si se ponía necio
por mi asunto no era sino gritar un poco y se marcharía al silencio con un
cigarrillo en la mano y el humo se llevaría sus iras. Richi y Raulito me
querían mucho, sobre todo el primero por asuntos que revelaré más adelante, y
en últimas eran bastante liberales o no les preocupaban sino las cosas de su
guerra. A pesar de mi empecinamiento en negarlo y a pesar de que aún jugaba
fútbol con ellos y era un machito más de la cuadra, un joven semental destinado
a criar la pinta y morir pronto —un poquillo amanerado, cierto, pero en la
cuadra me querían y no se hacía mofa de ello—, me habían convertido en la niña,
la mimada del primer grupo de tres hermanos. Marce y los repetidos estaban bajo
mi imperio (no uso de gratis la palabra imperio;
ya verán por qué), así que frente a ellos solo necesitaba asumir la actitud que
fuera. En cuanto al abuelo Mario, ni importaba lo que pensara ni a él le
importaba nada que estuviera más allá del reino escondido en su cabeza. Aceptada la cosa por Maru, el mundo me
demostraba que aparte de ser ancho y ajeno me permitía moverme con cierta
libertad por sus vericuetos: antes de terminar ese abril pasé de ser un
muchachito algo floripondio, pero hombrecito, a convertirme en toda una
damisela en expansión.
He de adelantar que
solo para mí ocurrió lo de Raulito y luego lo de cada uno de ellos; nadie más
en la casa dijo ni pareció sentir nunca nada al respecto, y cada cual en su
momento marchó a su… propio destino en un silencio tan manso que parecíamos
movidos por una divinidad incontrovertible y acertada, o por un demonio que de
esta manera —llegué a pensarlo con seriedad— daba fin a la famosa maldición de
Maru. Con nadie pude hablar nunca de esto, pues cuando lo intenté hicieron como
si nada hubiera sucedido. De alguna manera alcanzo a creer que, de verdad, no
les importaba: ni lo de los otros, ni lo propio, ni en ese momento ni nunca. No
hablaron entonces, no hablaron después, no hablarían ahora si estuvieran conmigo. Su indiferencia
me obligó a la mía.
Continúo pues: esa
noche, Maru estuvo llorando durante mucho rato. Si en general hacía demasiado ruido,
en el llanto era de una discreción muy cercana a la elegancia; sus llantos,
quedos, solo podían detectarse por los suspiros, contenidos aunque audibles,
que se le escapaban de tanto en tanto. Lloraba por la derrota, cuando había
intentado pelear porque estaba muy asustada.
“Tranquilizate, ¿sí?”, le decía Johnny cada varios minutos, con una
mezcla de solidaridad e impaciencia, que al mucho tiempo dio paso a un “¡Dejá
la chilladera, ¿sí?!”. Yo estaba dormida y soñaba con hipopótamos del Magdalena
o cualquier otra cosa, nunca me acuerdo bien de los sueños, y medio despertaba
cada vez que la voz de Johnny atravesaba la cortina que separaba su habitación
de la mía y de Raulito. Sentía pesar de ella, me dormía, despertaba por un
gruñido de él, me daba cuenta de que la noche avanzaba por las horas más aciagas
de la madrugada y mi hermano continuaba en las calles, lo cual no podía ser
bueno: para él y los suyos, o para los otros. Sin embargo, pensaba que Raulito
era un sobreviviente, “Fresca, niña, que yo siempre voy a estar bien”, me decía
algunas veces y yo lo creía con suma firmeza a pesar de que las noches eran la
edad del viento y los proyectiles, de nada más que de la maldad, de nada más en
estos barrios de nosotros y de nuestros enemigos. En alguna parte de mi alma
estaba contagiada de la preocupación de Maru, pero me volvía a dormir y seguía
soñando no con quien yo deseaba sino con situaciones extravagantes que mis
neuronas locas inventaban. En una de esas pensé que la noche se estaba
alargando demasiado y ya deseaba que amaneciera; busqué la hora en mi celular
de pulsera y descubrí que en nuestro sector del planeta apenas eran algo más de
las tres. Maru ya no lloraba. Rezaba en un susurro que, con seguridad,
arrullaba a Johnny, "ángel de la guarda, mi dulce compañía, no me
desampares ni de noche ni de día", y dulce ave María y todas esas cosas,
digo yo que entonces rezaba mi madre aunque en realidad no tengo idea de cuáles
palabras invocaba en su plegaria hipnotizada. En esas situaciones retomaba las
oraciones que le enseñaron en la niñez y que no abandonaría hasta bastante
avanzados los treinta, cuando, ya madre de seis vástagos y mujer de un hombre
que persistía sin auténtica convicción en el catolicismo, había caído en las
garras de una de tantas sectas cristianas que se robaban la reverencia de los
espíritus impresionables de la comuna. Cuando necesitaba comunicarse con la
forma de la divinidad en que le habían obligado a creer, Maru no encontraba
mejor manera que volver a sus métodos de niña católica. Rezaba y esto la ponía
en paz. En ese momento, cuando ya no se lo proponía, consiguió por fin mi
solidaridad. Me levanté, fui hasta su cama. “Ya, mami: dormite, que él está
bien”, le dije. Lo creí. No me lo reveló nadie, ningún hada, ningún airecito
frío de los que entraban por la ventana trayendo los ecos de esa ciudad que nos
era a la vez amada y hostil. Me lo había dicho él: “Yo siempre voy a estar bien,
niña”. Maru despegó los ojos de la camándula y me indicó con ellos que el
vínculo entre nosotras estaba restablecido, pero que no podía hablar porque sus
palabras eran en ese momento del Señor. Sé que se sintió mucho más tranquila,
aunque su angustia continuó vigente. Johnny olía a cigarrillo en su rincón de
la cama. Bueno, en realidad esto del olor a cigarrillo de Johnny es una simpleza
retórica, pues yo por supuesto no me acerqué a olerlo ni el hedor tenía la
consistencia suficiente para alcanzarme. A la que sí me acerqué fue a la
ventana de la sala. Aparté la cobija con que Maru la cubría por las noches,
como si cobijando la ventana cobijara la casa. Al fondo estaba la ciudad. Mejor
dicho, en el fondo. En el fondo del valle, hasta el cual alcanzaba mi mirada,
la ciudad ardía por todo el contorno de la noche, roja, profunda, luminosa.
Nuestro barrio estaba en lo alto del valle y nuestra casa en lo alto del
barrio, sobre una pequeña barranca que daba a la calle, y la calle misma estaba
construida sobre otra barranca: un pequeño muro de contención y la pequeñez de
nuestro hogar impedían su derrumbe. La ciudad nos temía, pero hacía un pequeño
esfuerzo por acercarnos a su entraña. Nosotros, igual que ella, estábamos
cubiertos por una densa capa de partículas… ¿cómo definirlas? Si digo tóxicas,
tendría que preguntarme a continuación cómo es que no moríamos o enfermábamos
de gravedad por respirarlas. ¿O sí moríamos, y nos encaminábamos en un trance
colectivo hacia el infierno? ¿Los enfermos éramos todos en conjunto y por eso
los desafueros de nuestra sociedad? El caso es que esa capa de partículas hacía
perenne presencia en nuestra atmósfera desde más de dos décadas atrás. Nos
habíamos acostumbrado a ella y, de hecho, una generación entera, la mía, había
crecido percibiendo la capa con la misma naturalidad que a las nubes y la
contaminación del río. Estábamos tan acostumbrados a los hermosos colores que
producía en la atmósfera —ahora mismo, el rojo profundo de la noche—, que,
sabiéndolo, no nos dábamos cuenta de que era uno de los indicadores de nuestro
desastre. El desastre era hermoso, nos había enseñado la tragedia.
Nuestra calle trepaba como una pobre lombriz de
pavimento por nuestro pedazo de montaña y en la esquina era cortada por una
carrera, no diré cuál para que después no vayan a buscar mi rastro en la
memoria de los que ya me olvidaron, y luego la carrera era cortada por unos
cuantos bloques de casas mal construidas, amontonadas como en una ensoñación de
poeta bobo, todas debajo de nosotros y encima del valle, aunque también encima
nuestro se aglutinaban más casas y más barrios, en progresión infinita hasta la
cima misma del anillo de montañas; y, detrás del arrume de casas, calles y
barrancos, la estación del metrocable que al cabo de las décadas seguía
ligándonos a esa ciudad de Medellín donde todos hemos nacido y muerto antes de
tiempo. El metrocable era un fantasma en reposo. También el barrio lo era, aunque
desde sus calles, carreras, callejones y barrancos me llegaban las señales
sonoras de los milicianos que lo cuidaban. Conocía bien sus códigos, cuándo un
pito indicaba calma y cuándo llamaba a la batalla, y cuándo el silencio y las
almas en pena se apoderaban de nuestros laberintos. Nadie disparaba esa noche.
Por lo menos no en ese momento. Ningún automóvil llevaba heridos a la
policlínica. Ningún automóvil, de hecho, se atrevía a desplazarse por estos andurriales
mientras no hubiera sol y gente, pero cuando había heridos aparecía, como
materializado de la nada por las mismas balas, el carro que habría de llevarlos
a las urgencias. En cambio, si eran muertos nadie venía por ellos hasta que la
mañana estuviera avanzada. En todo el ámbito que abarcaban mis ojos tenía lugar
la aventura de mi hermanito. “Vení ya”, le supliqué, contagiada pasajeramente
por la angustia de Maru. También pensé que si nadie disparaba era porque los
guerreros tal vez estaban convertidos en novios adolescentes que extendían sus
visitas. Con esta idea regresé a la cama y me dormí.
Mucho rato después
sentí que un automóvil se detenía abajo de la casa, en la calle. No reconocí la
marca, pero sí que era de gama baja, con seguridad motor a gasolina y de un
modelo anterior a dos mil veinticinco. Una ruidosa antigüedad. Me preparé para
lo que trajera: una mala noticia o a Raulito de regreso. Pero no hubo pasos
apresurados ni risotadas. Aguardé. Oí el golpe de la portezuela al cerrarse, no
muy duro; más ruido hacía el viento al bajar por la montaña y recorrer la calle
arrastrando las partículas. Esperé otro poco. Fuertes corrientes de escalofrío
me recorrían el cuerpo y pensaba en Maru. Nada dijo ninguna de las dos en la
penumbra. Pensé que si lo que llegaba era la mala noticia, la discreción de su
portador exasperaba. Pero si era mi hermano, estaba demasiado silencioso: ni
una risa suya, ni un hijueputazo alegre al amigo que lo hubiera traído, ni sus
pies subiendo a zancadas, de dos en dos o en más, los escalones. La espera se extendió no por unos cuantos
segundos, sino por una infinidad de fracciones de segundo. Al fin todo se
tranquilizó: oí la puerta abrirse al poner él su tarjeta en el sensor de la
chapa y a Maru decir para que él la oyera, con una rabia feliz: “Malparido
desconsiderado”. Y me dormí. Recuerdo a la perfección el tema del sueño que
tuve durante el resto de aquella madrugada, porque lo uní en el corazón primero
a la alegría de que Raulito volviera y después, en la mañana del día siguiente,
a la sensación indefinible que me produjo el verlo.
Soñé que me ponía las siliconas.