martes, septiembre 09, 2014

La familia perfecta (cap. 1)

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                         Tras el portazo de Raulito, los últimos gritos de Maru se estrellaron contra la hoja interior de la puerta y quedaron prendidos del clavo al que se aferraba la bendición del hogar que nos regaló la señorita Ana Ospina en las épocas inocentes de la familia. Maru se volvió hacia el interior de la casa y sus ojos, quemándome, le recordaron que yo estaba ahí. No se tranquilizó. Por el contrario, noté en sus facciones el esfuerzo de endurecerse para notificarnos, a mí y a los que estuvieran por ahí, que, en su concepto, mantenía el control sobre todos nosotros. Esfuerzo de todos los días, todas las horas y, en mi caso, innecesario. Yo era la única que no la retaba. Aun así, cada vez me hacía saber que tampoco para mí había consideraciones. “¡Que vaya esa gonorrea a que lo maten!”, vociferó. La llamarada de su ira me pasó por encima, chocó en el aparador de los trastes, cayó sobre mi pelo y me empezó a arder en forma de una de esas rabiecitas que sobre todo ella sabía sacarme. Yo había dejado de leer, aunque mantenía la vista fija en el libro: me enfurecía que la bulla me interrumpiera la lectura y justo en ese momento estaba emocionada con aquel hombrecito que implementaba tremenda estrategia para seducir a la muchacha. Mi primer encuentro —el único, a la larga— con Kierkegaard, gracias a la Platónica, que me obligaba a ser intelectual: "Jajaja, deja de leer Vanidades que tú eres más que eso". No hubo chance de aclararle que jamás en mi vida he navegado por dicha revista y que ella me aclarara a qué se refería con “más que eso”: supongo que a lo mismo de todos, a que yo mostraba inteligencia y cierta habilidad con las palabras. Bueno, yo iba en la primera carta del seductor cuando el portazo y los gritos. En un santiamén mi solidaridad dejó de ser para Maru, si bien no se puso del lado de mi hermano; amargué el ceño, a fin de disuadirla de cualquier intención que pudiera albergar de inmiscuirme en el alegato. El seductor y Cordelia me llamaban a gritos, pero mi atención no podía estar con ellos, así que cerré la aplicación del libro y dejé las gafas de interactividad sobre la repisa. Maru caminó hacia la cocina; al pasar junto al mueble desde el que yo la veía sin mirarla tuvo un leve tropezón y disimuló la contrariedad con un nuevo intento de involucrarme en su pelea: “¡Y vean a esta, que no le importa nada!”. Llamándome ‘esta’ trataba de puyarme con un desprecio que ya no me dolía. Cruzó la cortina; al instante estaba lavando platos. La fuente de su ira siguió manando en gran cantidad, de manera que la cantaleta se avivó con entusiasmo y dejó de estar centrada en Raulito. Sin nombrarnos nos incluía a todos, con la esperanza de que alguno lo asumiera a título personal y, replicándole, le diera la oportunidad de retomar la pelea que necesitaba para paliar la tarde. Probó una vez más conmigo y la ignoré. Dijo que ni la peor madre merecía que se le negara la ayuda para defenderse de ese animal. “Ese animal” eran alternativamente Raulito y Johnny; la madre sin apoyo era en este momento ella, como lo era cada menos de dos días. Me dieron ganas de decirle que “ese animal” estaba muerto, para recordarle que cualquiera de los hombres de la casa podía ser tan feroz para ella como lo había sido Richi, quien desempeñó el papel de “ese animal” hasta la mañana misma en que lo mataron y ahora se lo homenajeaba ascendiéndolo a la calidad de “mi muchacho”.  No se lo dije, porque hacerlo significaba picar el anzuelo que ella lanzaba con tanta ansiedad y porque, además, sabía que Maru necesitaba aferrarse al falso recuerdo de la bondad de mi otro hermano para inventar en torno suyo la frágil burbuja de bienestar en que se guarecía. Las mamás de mi barrio solo están tranquilas —entonces y supongo que ahora— con los muertos: los vivos producimos en sus almas una especie de comezón; nos quieren y sufren por nosotros, pero también a nosotros dirigen su rabia, su frustración, la culpa de su incapacidad para manejar el mundo. Cuando morimos, todo lo que no era bueno se amasa en un zurullo, se envuelve en un papelito de celofán y se esconde para siempre bajo el corazón yerto en el ataúd y pasamos a ser los hijos ejemplares, los niños nobles, las alegrías muertas de sus vidas. Aunque, claro, quienes mueren por aquí son los muchachos. Las muchachas tienen los hijitos de los muchachos, las muchachas cumplen la función de preservar la memoria buena de esos héroes de plomo y láser, y pronto se convierten en las mamás que sufren, etcétera, en un ciclo de múltiples repeticiones del mismo destino que está escrito para los jóvenes de la comuna desde cuando el mundo es mundo y la ciudad es esta ciudad, la nuestra y no la de los abuelos cándidos y felices de los años del gogó. Las demás no contamos. Cuando alguna de nosotras muere, cosa que sucede muy poco en vista de que no tenemos tendencia al heroísmo, pasamos a ocupar un rinconcito de olvido en el corazón de las mamás. Este olvido tiene algo de melancolía, algo de desengaño y un notorio reproche a la vida: qué amado desperdicio de ser humano es este que acaba de irse.
            Maru continuó quejándose de que la tratábamos como a la peor de las madres, anunciando lo mucho que nos dolería cuando ya no la tuviéramos, en fin, “el día de la quema se verá el humo”, todas esas cosas que las mamás siempre dicen en sus rabias y que la mía rumiaba con tanto gusto. El torrente de su cantaleta no amainaba cuando reunió a Marcelita, los repetidos —esos futuros animales— y el abuelo Mario para darles la comida, de manera que yo le dije que ni se le ocurriera servirme: "ve querida, peor que una comida servida de malagana no hay ni siquiera el beso de un faccionario gordo y borracho", y por ahí se agarró para emprenderla contra mí, “lo que sean, sean, menos unas sinvergüenzas”, etcétera, etcétera, así que prendí el televisor y me puse a ver las telenovelas de todos los canales. Ella vino al rato a la alcoba, ya en ese estado suyo de pasar de la ira al sopor: “Andá, comé, que se te va a enfriar”, dijo con una sequedad que flotaba en las cálidas aguas del amor de madre, turbias aguas de un amor que no sabía ser. Johnny la encontró a las nueve pasadas a mi lado haciéndole mala cara al televisor, aburrida por no tener con quién entablar un combate. Se miraron y no se saludaron. Ella se paró y fue a la cocina a calentarle la comida. Él permaneció en el cuarto, callado pero no enojado —Johnny no contaba, he dicho siempre; ni siquiera cuando ella lograba hacer que se convirtiera en ese animal—, organizándose para ducharse, comer, ver las noticias. Prendió un cigarrillo, el primero de la noche en la casa, el nonagésimo del día en su cuerpo intoxicado y en su alma insípida. Yo no le hablaba. No porque no lo quisiera o él a mí, pues de hecho creo que de los dos fue quien más supo aceptarme, sino porque una vez dábamos el salto de la niñez a la adolescencia todas en el mundo dejábamos de tener palabras para nuestros papás. Maru le trajo la comida. “Esperate yo me baño”, habló él por primera vez. Y ese era el orden usual de los acontecimientos: Johnny llegaba, hablaban algo si no tenían secos los afectos, él fumaba, Maru le traía la comida a sabiendas de que él haría primero otras cosas, Johnny se duchaba, fumaba, Maru lo reprendía por tanto fumar, él se ponía la ropa de estar en la casa, fumaba, comía, fumaba, Maru lo reprendía, veían las telenovelas y las noticias, él fumaba, se acostaban, él despertaba cada hora o menos a fumarse otro cigarrillo. Otro Boston, cajetilla azul, jamás en su versión electrónica. Digamos que así funcionaba en el sesenta por ciento de las noches. En el otro cuarenta, Maru lograba inventar la guerra. “Ese otro se volvió a largar con los amigos esos”, se quejó esta vez. Ese otro era Raulito, claro, ese animal; los amigos esos eran esos amigos, los que sabíamos. Los chachos que mandaban en el barrio, pero que no podían avanzar tres cuadras a la redonda sin perecer en territorio hostil. Maru se quejó ante una piedra que fumaba. Johnny se sentó a mi lado, en el pie de la cama, el televisor encima de sus ojos, pero puestas sus propias gafas de interactividad, el pucho entre el índice y el medio derechos, y comenzó a sorber. Respiraba duro, lo cual significaba que se disponía a responder las primeras escaramuzas. Maru se exasperó: “Pero como en esta casa no hay autoridad”.  
            —¡Ya comenzaste vos! —farfulló Johnny.
            Intervine: “¡Ay, bueno, ya!”. Y algo funcionó, pues los dos se callaron. De todas maneras, para no presenciar lo que podía venir, desde un silencio denso (cómo me gusta que el tiempo y los silencios se llamen densidad) hasta la irrupción de un dron bombardero en el centro de nuestro hogar, me salí de la pieza y de la casa. La calle estaba llena de ruidos, luces y presencias, pero en comparación con la casa era el Mar de la Tranquilidad. Aproveché para llamar a la Mamá Grande, que me había citado a reunión del grupo de apoyo para la noche siguiente. La Mamá Grande era otra vez candidato a quién sabe qué cosa y yo participaba por vez primera en la vida política, etcétera, así que estaba dispuesta a partirme el lomo por la causa que fuera, por otra campaña en que él alzaría su grito libertario y quedaría a pocos votos de cualquier victoria, sin puesto de elección popular pero con poder moral para seguir imponiendo las políticas de “nuestro sector”. Todas las causas me parecían justas, sobre todo aquellas en las que no participaba Maru. Y no digo esto con odio. No lo habría dicho entonces, no lo diría en los actuales tiempos de vacío. Si hubiera de elaborar una definición literaria de ella, diría que era una especie de trágica malvada, una arpía bondadosa. Sin literatura, más bien con sociología —ay, Platónica mía: no lograste obligarme a leer sino novelas y a ello dedico ahora los densos días—, diría que la pobre nació y se desarrolló en ambientes poco propicios, y definiría los traumas que le impedían ser una mamá tranquila del segundo cuarto de siglo.  Mismos que ella resumía en “la maldición”, la que ni siquiera sabíamos si, en caso de existir, de veras la signaba porque las cuentas de su ascendencia se fundaban en genealogías fantasmagóricas. A su favor he de aceptar que lograba sorprenderme con reacciones sutiles en momentos cruciales. Tomemos, por ejemplo, la confirmación de mi asunto.
            Fue en la Semana Santa del año en que ocurrió lo de Richi. Todos en el mundo lo sabían, pero yo estaba pequeña y asustada, y aún no me cruzaba con los gritos libertarios de la Mamá Grande, así que me lo negaba hasta a mí misma.  Empezaba, sin embargo, a ensayar la rebeldía de la adolescencia: decía que no, aunque quisiera decir que sí, tratando siempre de medir los límites de los otros, y cada retirada de ellos me volvía un poco más fuerte. Había descubierto que una mirada cargada de dinamita o un monosílabo pronunciado con aliento de minotauro me fortalecían ante ellos. El Viernes Santo, viendo que no me arreglaba para ir con ella y los otros a las Siete Palabras, Maru entró a mi pieza, me miró con ojos de filósofa tercermundista y dijo algo que ni el mismo Jesucristo con su infinita clarividencia habría anticipado: “Vos sos gay, ¿cierto?”. Me quedé clavada en el fondo de mi susto. Conocía muy bien cada inflexión de su voz, la intención de cada palabra suya. Supe que a pesar del tono agrio no estaba enojada, pues de haber querido iniciar una pelea habría dicho marica en vez de gay. Sentí que una bomba me estallaba por dentro, pero como no me destruyó me dio fuerza para sobreaguar. No se lo negué como a Richi y a Raulito varias veces en nuestros diálogos trascendentales. Le dije con un hilo de altanería que logré trenzar con mis escasas fuerzas: “Peor que eso, mami”. Se quedó callada, tal vez esperando una explicación o una petición de perdón. No me alcanzó la fuerza para contarle lo que después tendría que saber. Seguí aferrada de mis gafas de interactividad, pero no viendo la película de Moisés —una antiquísima que daban en 2D—, sino maquinando uno de mis trucos de manipulación: “Ay, mija: en caso de tragedias que no pueda enfrentar, llore”, me aconsejaba la Chiko Freza. Si Maru se ponía agresiva, me lanzaría a su pecho diluviando lágrimas y rogando su comprensión sobre las fuerzas que me desbordaban. El minuto siguiente fue, como se dice siempre en las novelas, tortuosamente denso; diríamos que duró horas. Maru dejó para después la pelea: “¿Entonces no vas a ir con nosotros?”. Comprendí que en esa seudopregunta me estaba entregando un buen grado de autonomía; de todas maneras, para no irse derrotada, y en un tono en cuyos matices reconocí más complicidad que frustración, remató: “Este negro hijueputa me salió peor que todos”. Me quedé muerta del miedo, pero a la vez con una tranquilidad maravillosa porque al fin había enfrentado a la fiera más temible.  Johnny solo se metía con ella; con nosotros era cariñoso de vez en cuando e indiferente la mayor parte del tiempo, de manera que si se ponía necio por mi asunto no era sino gritar un poco y se marcharía al silencio con un cigarrillo en la mano y el humo se llevaría sus iras. Richi y Raulito me querían mucho, sobre todo el primero por asuntos que revelaré más adelante, y en últimas eran bastante liberales o no les preocupaban sino las cosas de su guerra. A pesar de mi empecinamiento en negarlo y a pesar de que aún jugaba fútbol con ellos y era un machito más de la cuadra, un joven semental destinado a criar la pinta y morir pronto —un poquillo amanerado, cierto, pero en la cuadra me querían y no se hacía mofa de ello—, me habían convertido en la niña, la mimada del primer grupo de tres hermanos. Marce y los repetidos estaban bajo mi imperio (no uso de gratis la palabra imperio; ya verán por qué), así que frente a ellos solo necesitaba asumir la actitud que fuera. En cuanto al abuelo Mario, ni importaba lo que pensara ni a él le importaba nada que estuviera más allá del reino escondido en su cabeza.  Aceptada la cosa por Maru, el mundo me demostraba que aparte de ser ancho y ajeno me permitía moverme con cierta libertad por sus vericuetos: antes de terminar ese abril pasé de ser un muchachito algo floripondio, pero hombrecito, a convertirme en toda una damisela en expansión.
            He de adelantar que solo para mí ocurrió lo de Raulito y luego lo de cada uno de ellos; nadie más en la casa dijo ni pareció sentir nunca nada al respecto, y cada cual en su momento marchó a su… propio destino en un silencio tan manso que parecíamos movidos por una divinidad incontrovertible y acertada, o por un demonio que de esta manera —llegué a pensarlo con seriedad— daba fin a la famosa maldición de Maru. Con nadie pude hablar nunca de esto, pues cuando lo intenté hicieron como si nada hubiera sucedido. De alguna manera alcanzo a creer que, de verdad, no les importaba: ni lo de los otros, ni lo propio, ni en ese momento ni nunca. No hablaron entonces, no hablaron después, no hablarían  ahora si estuvieran conmigo. Su indiferencia me obligó a la mía. 
            Continúo pues: esa noche, Maru estuvo llorando durante mucho rato. Si en general hacía demasiado ruido, en el llanto era de una discreción muy cercana a la elegancia; sus llantos, quedos, solo podían detectarse por los suspiros, contenidos aunque audibles, que se le escapaban de tanto en tanto. Lloraba por la derrota, cuando había intentado pelear porque estaba muy asustada.  “Tranquilizate, ¿sí?”, le decía Johnny cada varios minutos, con una mezcla de solidaridad e impaciencia, que al mucho tiempo dio paso a un “¡Dejá la chilladera, ¿sí?!”. Yo estaba dormida y soñaba con hipopótamos del Magdalena o cualquier otra cosa, nunca me acuerdo bien de los sueños, y medio despertaba cada vez que la voz de Johnny atravesaba la cortina que separaba su habitación de la mía y de Raulito. Sentía pesar de ella, me dormía, despertaba por un gruñido de él, me daba cuenta de que la noche avanzaba por las horas más aciagas de la madrugada y mi hermano continuaba en las calles, lo cual no podía ser bueno: para él y los suyos, o para los otros. Sin embargo, pensaba que Raulito era un sobreviviente, “Fresca, niña, que yo siempre voy a estar bien”, me decía algunas veces y yo lo creía con suma firmeza a pesar de que las noches eran la edad del viento y los proyectiles, de nada más que de la maldad, de nada más en estos barrios de nosotros y de nuestros enemigos. En alguna parte de mi alma estaba contagiada de la preocupación de Maru, pero me volvía a dormir y seguía soñando no con quien yo deseaba sino con situaciones extravagantes que mis neuronas locas inventaban. En una de esas pensé que la noche se estaba alargando demasiado y ya deseaba que amaneciera; busqué la hora en mi celular de pulsera y descubrí que en nuestro sector del planeta apenas eran algo más de las tres. Maru ya no lloraba. Rezaba en un susurro que, con seguridad, arrullaba a Johnny, "ángel de la guarda, mi dulce compañía, no me desampares ni de noche ni de día", y dulce ave María y todas esas cosas, digo yo que entonces rezaba mi madre aunque en realidad no tengo idea de cuáles palabras invocaba en su plegaria hipnotizada. En esas situaciones retomaba las oraciones que le enseñaron en la niñez y que no abandonaría hasta bastante avanzados los treinta, cuando, ya madre de seis vástagos y mujer de un hombre que persistía sin auténtica convicción en el catolicismo, había caído en las garras de una de tantas sectas cristianas que se robaban la reverencia de los espíritus impresionables de la comuna. Cuando necesitaba comunicarse con la forma de la divinidad en que le habían obligado a creer, Maru no encontraba mejor manera que volver a sus métodos de niña católica. Rezaba y esto la ponía en paz. En ese momento, cuando ya no se lo proponía, consiguió por fin mi solidaridad. Me levanté, fui hasta su cama. “Ya, mami: dormite, que él está bien”, le dije. Lo creí. No me lo reveló nadie, ningún hada, ningún airecito frío de los que entraban por la ventana trayendo los ecos de esa ciudad que nos era a la vez amada y hostil. Me lo había dicho él: “Yo siempre voy a estar bien, niña”. Maru despegó los ojos de la camándula y me indicó con ellos que el vínculo entre nosotras estaba restablecido, pero que no podía hablar porque sus palabras eran en ese momento del Señor. Sé que se sintió mucho más tranquila, aunque su angustia continuó vigente. Johnny olía a cigarrillo en su rincón de la cama. Bueno, en realidad esto del olor a cigarrillo de Johnny es una simpleza retórica, pues yo por supuesto no me acerqué a olerlo ni el hedor tenía la consistencia suficiente para alcanzarme. A la que sí me acerqué fue a la ventana de la sala. Aparté la cobija con que Maru la cubría por las noches, como si cobijando la ventana cobijara la casa. Al fondo estaba la ciudad. Mejor dicho, en el fondo. En el fondo del valle, hasta el cual alcanzaba mi mirada, la ciudad ardía por todo el contorno de la noche, roja, profunda, luminosa. Nuestro barrio estaba en lo alto del valle y nuestra casa en lo alto del barrio, sobre una pequeña barranca que daba a la calle, y la calle misma estaba construida sobre otra barranca: un pequeño muro de contención y la pequeñez de nuestro hogar impedían su derrumbe. La ciudad nos temía, pero hacía un pequeño esfuerzo por acercarnos a su entraña. Nosotros, igual que ella, estábamos cubiertos por una densa capa de partículas… ¿cómo definirlas? Si digo tóxicas, tendría que preguntarme a continuación cómo es que no moríamos o enfermábamos de gravedad por respirarlas. ¿O sí moríamos, y nos encaminábamos en un trance colectivo hacia el infierno? ¿Los enfermos éramos todos en conjunto y por eso los desafueros de nuestra sociedad? El caso es que esa capa de partículas hacía perenne presencia en nuestra atmósfera desde más de dos décadas atrás. Nos habíamos acostumbrado a ella y, de hecho, una generación entera, la mía, había crecido percibiendo la capa con la misma naturalidad que a las nubes y la contaminación del río. Estábamos tan acostumbrados a los hermosos colores que producía en la atmósfera —ahora mismo, el rojo profundo de la noche—, que, sabiéndolo, no nos dábamos cuenta de que era uno de los indicadores de nuestro desastre. El desastre era hermoso, nos había enseñado la tragedia.
Nuestra calle trepaba como una pobre lombriz de pavimento por nuestro pedazo de montaña y en la esquina era cortada por una carrera, no diré cuál para que después no vayan a buscar mi rastro en la memoria de los que ya me olvidaron, y luego la carrera era cortada por unos cuantos bloques de casas mal construidas, amontonadas como en una ensoñación de poeta bobo, todas debajo de nosotros y encima del valle, aunque también encima nuestro se aglutinaban más casas y más barrios, en progresión infinita hasta la cima misma del anillo de montañas; y, detrás del arrume de casas, calles y barrancos, la estación del metrocable que al cabo de las décadas seguía ligándonos a esa ciudad de Medellín donde todos hemos nacido y muerto antes de tiempo. El metrocable era un fantasma en reposo. También el barrio lo era, aunque desde sus calles, carreras, callejones y barrancos me llegaban las señales sonoras de los milicianos que lo cuidaban. Conocía bien sus códigos, cuándo un pito indicaba calma y cuándo llamaba a la batalla, y cuándo el silencio y las almas en pena se apoderaban de nuestros laberintos. Nadie disparaba esa noche. Por lo menos no en ese momento. Ningún automóvil llevaba heridos a la policlínica. Ningún automóvil, de hecho, se atrevía a desplazarse por estos andurriales mientras no hubiera sol y gente, pero cuando había heridos aparecía, como materializado de la nada por las mismas balas, el carro que habría de llevarlos a las urgencias. En cambio, si eran muertos nadie venía por ellos hasta que la mañana estuviera avanzada. En todo el ámbito que abarcaban mis ojos tenía lugar la aventura de mi hermanito. “Vení ya”, le supliqué, contagiada pasajeramente por la angustia de Maru. También pensé que si nadie disparaba era porque los guerreros tal vez estaban convertidos en novios adolescentes que extendían sus visitas. Con esta idea regresé a la cama y me dormí.   
            Mucho rato después sentí que un automóvil se detenía abajo de la casa, en la calle. No reconocí la marca, pero sí que era de gama baja, con seguridad motor a gasolina y de un modelo anterior a dos mil veinticinco. Una ruidosa antigüedad. Me preparé para lo que trajera: una mala noticia o a Raulito de regreso. Pero no hubo pasos apresurados ni risotadas. Aguardé. Oí el golpe de la portezuela al cerrarse, no muy duro; más ruido hacía el viento al bajar por la montaña y recorrer la calle arrastrando las partículas. Esperé otro poco. Fuertes corrientes de escalofrío me recorrían el cuerpo y pensaba en Maru. Nada dijo ninguna de las dos en la penumbra. Pensé que si lo que llegaba era la mala noticia, la discreción de su portador exasperaba. Pero si era mi hermano, estaba demasiado silencioso: ni una risa suya, ni un hijueputazo alegre al amigo que lo hubiera traído, ni sus pies subiendo a zancadas, de dos en dos o en más, los escalones.  La espera se extendió no por unos cuantos segundos, sino por una infinidad de fracciones de segundo. Al fin todo se tranquilizó: oí la puerta abrirse al poner él su tarjeta en el sensor de la chapa y a Maru decir para que él la oyera, con una rabia feliz: “Malparido desconsiderado”. Y me dormí. Recuerdo a la perfección el tema del sueño que tuve durante el resto de aquella madrugada, porque lo uní en el corazón primero a la alegría de que Raulito volviera y después, en la mañana del día siguiente, a la sensación indefinible que me produjo el verlo. 
     Soñé que me ponía las siliconas.


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