A Florentino,
en el primer día de su perenne ausencia
Los gatos navegan el tiempo
como las madres antiguas
navegan
el dolor
y los griegos de Homero
la odisea de los mares.
Se están quietos en la corriente
de los años y los minutos,
se sumergen sin hacerse preguntas
en esas aguas que pasan,
que retornan,
giran y fluyen sin dirección
en un océano
donde meditabundos marinos
envejecen hasta hacerse olvido.
Los gatos
gritan y se zambullen
sin mojarse en las aguas
del
tiempo;
aprenden a ser eternos
mientras van de una orilla a otra,
mientras nosotros,
corsarios fallidos de la misma
eternidad,
los vemos morir,
los lloramos
como si fueran nuestros
iguales.
Muy pocas veces
nos percatamos
de que están —y no
necesitan otros verbos—.
Están en el tiempo
como las madres antiguas
en
el dolor,
como los marinos de Homero
en
sus mares,
pero no sucumben
porque no le hacen preguntas
al tiempo. Están en él.
Un segundo, un milenio,
miau,
y a veces les da por morir,
pero no importa
—aunque duele—
porque siguen estando
adelante,
después,
encima,
en el fondo,
antes y siempre. Navegan
el tiempo
hacia constantes orillas
a las cuales arribaron
justo un eón
antes
de embarcarse.
No se preguntan por la eternidad
los gatos. Están en ella y
solo conseguimos ver
sus sombras
proyectadas desde la muerte
—el pasado, el futuro, el siempre—
en la forma de individuos
que dormitan,
retozan,
cazan por diversión,
lloriquean
y hacen que los amemos
en la estrecha sucesión
de instantes
que habitamos. Nos
dirigimos a la misma orilla,
pero arribaremos eones
después de embarcarnos,
justo una eternidad después
de que ellos se hayan ido.
Los gatos ya no están.
Los gatos no estarán.
Los gatos habitan un tiempo
en el que no fuimos admitidos.