lunes, julio 27, 2015

Dos mujeres


Está próxima la presentación pública de De las palabras. Crónicas y ensayos, libro auspiciado por la Secretaría de Cultura Ciudadana de Medellín y editado por Patricia Nieto y Jorge Mario Betancur. Son veinticuatro crónicas y doce ensayos inspirados en una serie de palabras, antes cansadas y ahora revitalizadas, que dicen a Medellín. Tuve la suerte de participar en este proyecto junto a un grupo de periodistas y escritores de gran valía. Mi palabra: diálogo. 

Aquí, el libro completo:

A continuación, mi crónica.


Con estas palabras recibió doña Adela a mamá cuando fuimos a darle el pésame por el asesinato de su hijo: “Para mí también había, doña Estela”. Tenía una tristeza digna, no estaba derrotada, y me impresionó el hecho de que un rato más tarde tuviera ánimo para ver el partido de la selección Colombia. Ella siempre ha sido una mujer muy fuerte. Nada de gritos desgarradores ni derrumbamientos. En el momento de ir a recoger a Elkin, allí a la vuelta de su casa, a no más de cien metros de donde ahora estamos conversando, se cruzó con el asesino. El hombre aún tenía el revólver en la mano. Quizás azorado, en todo caso cínico, le gritó: “Esto es para que aprenda a criar hijos”. Ella le dijo a Jairo, su hijo mayor, en un volumen suficiente para que el asesino la oyera: “Este desgraciado fue el que lo mató. Y como la mamá lo supo criar tanto para que matara gente, él cree que yo soy la misma cosa”. Eso nos contó ese domingo, mortificada pero firme, y con palabras muy parecidas vuelve a contárnoslo hoy. Entonces agregó: “A mí también me tenía que tocar”, y se lo dijo a alguien que podía entenderla, a una mujer a quien muchas veces le había tocado. A mamá.
De los muertos, que son tantos, estamos hablando ahora, veintiún años y tres días después del asesinato de Elkin, la tarde de un lunes de septiembre en que hemos venido a propiciar entre doña Adela y mamá un reencuentro de vecinas que se han querido toda la vida, que se han respetado y servido mutuamente, y a quienes la vida separó cuando nosotros nos fuimos del barrio. Ambas familias han mantenido desde entonces una comunicación, aunque esporádica, constante, pero las reuniones entre las dos matronas han sido escasas. Durante los veintisiete años que han pasado desde cuando nos fuimos, los encuentros con doña Adela y los suyos se han producido en dos tipos de momentos: una muerte allá o acá, la presentación de un libro mío. En unos y otros acontecimientos, hay siempre la manifestación del gran afecto y del deseo de retomar la relación. El afecto se mantiene, intacto, imperecedero, pero la relación no se retoma. Claro, es que la vida impone unas dinámicas distintas a las que el corazón anhela.
La idea del encuentro de hoy es ponerlas, por fin, a convertir en verbo la primera acepción del sustantivo diálogo en el DRAE: “Plática entre dos o más personas, que alternativamente manifiestan sus ideas o afectos”. La definición es perfecta para lo que sucede ahora: la conversación entre estas dos mujeres que han estado pendientes una de la otra desde la tarde de 1974 en que mamá, joven, sola y con dos niños, llegó a vivir a la cuadra. Había enviudado un año atrás: su marido, mi papá, fue el primero de una larga lista de muertos que la violencia de esta ciudad nos ha ido tirando por la ruta a lo largo de la existencia. Con el auxilio mutuo –una especie de subsidio para deudos de uniformados muertos– de cuarenta mil pesos que le dio la Policía Nacional, compró esa casita que habitamos durante los trece años más importantes de nuestras vidas. Quiso algún dios benévolo que justo en la casa contigua vivieran doña Adela y los suyos: el señor, la señora y los muchachos Puerta Santana. En cuanto la vio llegar, tan joven, tan sola, la señora de al lado se le puso a la orden; mamá le retornó el ofrecimiento, y a fe que las dos cumplieron su palabra con lujo de detalles.
Doña Adela era una mujer grande, fuerte, sólida. Esposa de un operario de maquinaria pesada y madre de siete hombres y cinco mujeres, uno de ellos muerto al nacer por los errores de una enfermera que no supo arreglárselas con la posición equívoca en que el niño venía (ella lo recuerda con insistencia, mucho más de medio siglo después; el niño tuvo por nombre Juan José). Era una bien lograda mezcla de candidez y reciedumbre, toda bondad. Sigue siéndolo, solo que ahora no tiene la fuerza de aquella época y entonces carecía del halo venerable que se asienta sobre las personas buenas que han sobrepasado los ochenta años. Había nacido en jurisdicción de Sopetrán, Occidente Antioqueño, en una vereda ubicada cerca del río Cauca; de ahí le viene el dejo acosteñado que hay por allá en el fondo de su acento. Dieciséis años menor, mamá era una campesina trasplantada por las vicisitudes del destino a la ciudad, bella a la manera de la antioqueñita de la canción, aunque con los ojos no negros sino de una claridad difícil de asentar en algún color específico. Mi papá la encontró, jovencísima y feliz, en una pradera de ensueño ubicada en lo hondo del cañón del Samaná, en los límites entre Antioquia y Caldas, y se la arrebató a la inocencia; rodaron juntos por pueblos y veredas del Eje Cafetero y luego, para dicha y desgracia –entre ambos extremos se mueven sin remedio los destinos de todos aquí– recalaron en esta ciudad. En Medellín fue asesinado él por impedir que la mujer de un matón apuñalara a otra, y mamá quedó sola. Tenía dos hijos pequeños y trabajaba, trabajaba, trabajaba. Mamá es la persona más valiente que he conocido jamás. Al enviudar, rechazó los ofrecimientos de repartir los niños entre los abuelos y, no me explico cómo, se dedicó a estudiar, a cuidarnos, y a oficios que la exigían más allá de sus fuerzas. En dilatados periodos fue modista, vendedora ambulante y de almacén, artesana de muebles, secretaria, cajera de granero y eje de un grupo familiar al que a lo largo de los años se fueron agregando sus hermanos.
Las dos están hermosas esta tarde, vestidas para una ocasión que ha estado postergándose demasiado tiempo. Mamá lleva puestas unas sandalias de listones negros, blancos y dorados, un pantalón negro y una blusa amarilla, se ha colgado de las orejas una aritos rematados por sendas perlas y se ha hecho peinar el cabello corto hacia atrás, recogido arriba por una hebilla, en un corte que le devuelve por lo menos veinte años de juventud. Nuestra vecina –jamás tendremos otra– tarda unos minutos en aparecer. Está acabándose de arreglar, nos informan. Y entonces se materializa en la entrada de la sala, en el segundo piso de su casa, con una risa espléndida, ataviada con unos zapatos negros de señora de su edad, unos pantalones grises y una camiseta de rayas horizontales grises, negras y blancas de distintos calibres, y con pendientes de oro. Camina despacio y con pasos inseguros, porque le duelen la columna y las articulaciones. Su cabello es gris y cano; el de mamá, gracias a algún sortilegio de los años, tiene varios tonos de castaño. Con ella hemos venido los que después de tantos siglos seguimos siendo sus dos hijos; a la vecina la acompañan Patricia y Deisy, dos de sus hijas. Todos nos trenzaremos en animada conversación, pero dejaremos que sean las palabras de las dos señoras las que más se escuchen. Durante las próximas tres horas nos dedicaremos a repararle grietas a la memoria, aunque ello implique dejarle unas cuantas a la verdad. Mismas que, por supuesto, no estoy interesado en mostrar aquí.
 *
Por alguna razón, para mí las muertes importantes de doña Adela siempre han estado vinculadas al fútbol. Don Joaquín, su esposo, murió del corazón el 14 de noviembre de 1976. Era domingo. Ese día íbamos a ir por primera vez al estadio con Gonzalo, el novio que mamá tenía entonces. Lo recuerdo patentemente, aunque con menor exactitud de la que he creído durante todo este tiempo: estaba convencido de que don Joaquín había amanecido muerto en su cama, pero hoy doña Adela nos aclara que no, que fue en el hospital, que venía sintiéndose triste porque se iba a jubilar y pensaba que la jubilación era el acabose de un hombre; se mareó llegando a la casa, lo llevaron a urgencias y todo eso. En cuanto se enteró de la muerte del vecino, mamá hizo dos cosas: recogió un pequeño mercado para la familia del fallecido, una bonita costumbre que no sé si aún se practica en los barrios, y canceló su ida al estadio. Nos mandó con Gonzalo. Jugaban Nacional y Junior, eso lo recuerdo; no recuerdo quién ganó. Y recuerdo que al día siguiente, cuando el cortejo fúnebre emprendió a pie la marcha hacia la iglesia de San Nicolás, la viuda iba adelante, vistiendo su luto de blusa y slack, un pañuelo blanco en la mano, y muy en silencio. Muy entera. “¿Doña Adela es mala?”, le pregunté a mamá porque no la había visto llorar. Las mujeres de mi mundo, mamá incluida, siempre lloraban con desgarramiento la muerte de sus maridos. Supongo que doña Adela lloró la del suyo, pero no creo que se haya desgarrado. Éramos sus vecinos desde hacía dos años y mamá tenía bien clara la bondad de doña Adela. Algo dijo en ese momento para explicármela. Hoy me cuenta una historia que me vuelve a hacer entender cuál era el talante de aquella señora: mamá salía muy temprano a trabajar y regresaba muy tarde; cuando en la mañana dejaba las sábanas remojando para lavarlas por la noche, al regresar las encontraba ya secándose, pues la vecina, compungida de verla trabajar tan duro, las lavaba por ella. No sé cuántas veces ocurrió, pero las que hayan sido son suficientes para amarla hasta que la memoria alcance. Y no era este el único favor que nos hacía. Doña Adela y mamá se han pasado la vida haciéndose favores sin que a cada una la mueva más interés que el bienestar de la otra.
Su tercera muerte muy importante le dejó a doña Adela un velo de tristeza que nunca se le quita de encima, según nos cuenta Deisy. Julio era el menor de sus hijos. Ocurrió el 15 de diciembre de 2002, domingo, lo recuerdo con total precisión porque él fue el gran amigo de nuestra niñez. Y, de nuevo, fue una muerte ligada al fútbol. Ese año, el Deportivo Independiente Medellín, el equipo del que era hincha, quedó campeón por primera vez en cuatro décadas y media. Recuerdo que pensé: “Ah, qué mala suerte la de mi amigo. Medellín queda por fin campeón y él se muere antes de poder disfrutarlo”. Algo muy parecido le había ocurrido a Elkin: unas horas después de que lo mataran mientras jugaba un partido callejero, la selección Colombia le hacía a la de Argentina cinco goles en Buenos Aires y por la eliminatoria mundialista. Era el 5 de septiembre de 1993, el nuestro, el 5 de septiembre que nunca olvidaremos los colombianos de nuestra generación.
No han sido esas sus únicas muertes, desde luego, y es un atrevimiento señalarlas de importantes, como si a mí me compitiera otorgar tal calificativo. En realidad, en todo este tiempo han muerto otras personas amadas por ella: su hermana Gilma; doña Candelaria, su mamá; su nieto Juan Carlos –a los tres los conocí–, y algunos más de los que no tuve conocimiento.
Por su parte, las muertes de mamá han sido incontables. Las más importantes, no ligadas al fútbol pero sí a la violencia: mi papá, cuyo nombre heredé; mis tíos Fáber y Lázaro, mi abuelo Jesús. Cada una de ellas le ha lacerado el espíritu. De estas, sin embargo, no hablan hoy. ¿De qué hablan, tantos años después, dos mujeres que se han respetado y querido? De la vida, obvio. Y la vida es la gente. “Doña Adela, ¿qué hay de tal?”, pregunta mamá a lo largo de la conversación, y la respuesta sobre muchos de esos tales está otra vez emparentada con la muerte. La muerte cercando a la vida por todas partes. Al fin y al cabo, el tiempo ha pasado lo suficiente para que los viejos murieran y los jóvenes envejecieran, y ninguna familia, ningún amigo de nuestra época en el barrio puede estar indemne a estas alturas. Doña Adela devuelve las preguntas: “¿Qué hay de tal?”, y por las respuestas desfilan mi abuela, mis tías, algún tío, los primos. Se habla de los muertos y los vivos esta tarde, de la gente que en su conjunto hace vivible la existencia de cada cual. Y del tiempo, cuyo paso es a veces tan engañoso.
            –¿Qué le pasó a él, tan joven? –pregunta mamá evocando al cuñado de la vecina que falleció hace un par de años. No era tan joven el señor; era que mamá no había vuelto a verlo en más de dos décadas y lo tenía en la memoria como la última vez–. ¿Y esos hijos muy grandes?
            –Ya están muy viejos –precisa doña Adela.
            Los hijos muy grandes, que en realidad están muy viejos, rondan las edades de mi hermano y yo, cuarentones avanzados. Lo mismo sucede con los muchachos y muchachas del barrio a cuyos nombres nos conduce un poco aleatoriamente la memoria: este sufrió un infarto hace ya tiempo, aquel se convirtió en un señor melancólico que no sale de su casa, el de más allá no fue asesinado, como tantos muchachos de nuestra generación, pero ha visto caer a uno o dos de sus hijos en esta violencia que sigue intacta desde nuestros tiempos hasta los de nuestros descendientes.
          Sobre todo, se evocan una a la otra. Entre los regalos que hemos traído hay  una botella de vino. Las dos se acuerdan de cuando bebían aguardiente juntas. Mamá lo hacía, no sé, porque el licor al fin y al cabo ayudaba algo a sobrellevar la situación; doña Adela, para acompañarla. Cuando al fin se sirve una ronda de la bebida de la tarde, mi hermano instruye en chiste a la anfitriona: “Para que se emborrache y les ponga problema a los vecinos”.
            –Sobre todo mi mamá –ríe Deisy.
            Mamá recuerda que don Joaquín le otorgaba cierta licencia para arrastrar a doña Adela hacia los tragos, pocos. Y esta trae a colación la que tal vez fue su única rasca, una noche en que los aguardientes se enredaron con las canciones, negrita chavelona de mi barrio, y polvo de los caminos, y enterraron por la tarde la hija de Juan Simón, y ríen ellas también. Ríen porque antes lloraban al oír esas canciones, y porque la vida en definitiva es una ocasión alegre.
          La charla vuelve a adentrarse en los vecinos, las familias, el barrio que ha cambiado tanto: hasta una línea del metroplús lo tiene como punto de partida y de llegada.
            –¿Quién vive en la casa que era de nosotros, doña Adela? –pregunta mamá cuando la tarde se acerca al ocaso.
        –Un zapatero –responde ella y a continuación habla con melancolía del deseo de haberla comprado para alguno de sus hijos.
            –John Freddy, vamos a la terraza pa que vea la casa –invita Patricia a mi hermano. Van. En la sala, la conversación empieza a silenciarse. Minutos después, doña Adela hace encender el televisor, el gran excluido de la visita, para ver la lotería. Mamá anuncia que va a subir a la terraza. Para ver nuestra casa, claro. Y yo voy con ella, y Deisy nos acompaña. Nos cuenta otra historia del barrio y de la vida, la versión que no tiene presente doña Adela.
            La casa, que sentimos tan íntimamente nuestra todavía, se alarga aprisionada entre la de doña Adela y otra un piso más abajo. A diferencia del resto de la cuadra, pareciera no haber cambiado para bien desde nuestro tiempo. Miramos. Hablamos.
Decidimos la partida.
        De regreso en la sala encontramos a doña Adela algo frustrada porque no alcanzó a ver el resultado de la lotería. Debe habérsela ganado sin darse cuenta por lo menos tres veces en toda una vida de hacer chances, comprar quintos. Bueno, una vez sí se dio cuenta. Fue recién muerto don Joaquín y con ese dinero emprendió la primera reforma, gracias a la cual la empalizada con techo que adquirieron cuando llegaron al barrio, en 1960, se convirtió en una casa. Esta ha vivido otros dos enviones de remodelación, ambos por los tiempos de las muertes de Elkin y Julio, y hoy por hoy está constituida por dos plantas bien construidas y acabadas. Allí habita una numerosa prole de mujeres.
          –Doña Adela –le habla mamá, ya en tono de irse–: que la Virgen la acompañe… Está muy linda su casa.
 –Ahí la tiene a la orden.
 Nos acompaña hasta el primer piso. Está emocionada, igual que nosotros. Entonces se inspira: “¿Y ustedes no querían ver su casa?”. Ofrece interceder por nosotros ante los actuales inquilinos, el zapatero y su esposa, para que nos permitan la entrada. “Ay, qué pena”, dice mamá, que siempre ha sido demasiado tímida para eso de molestar a las personas. “¿Y para qué sirve hablar pues?”, replica doña Adela. Recobra el ímpetu de sus años y se nos adelanta. La seguimos mamá, Deisy, mi hermano y yo. Sale de su casa. Dos metros abajo, en la puerta contigua, tras superar el fuerte obstáculo del desnivel de por lo menos cincuenta centímetros entre su acera y la que fue nuestra, saluda al zapatero que despacha en nuestra antigua sala y en medio minuto nos consigue la franquicia para ingresar al reducido universo del que salimos veintisiete años atrás, cuando nos unimos en otro barrio a la abuela y a los últimos tíos que se vinieron del campo. Entramos saludando a los amables inquilinos, que son algo así como la cuarta generación de moradores después de nosotros, y pedimos perdón por la molestia, les contamos que allí vivimos cuando el mundo era… En fin, a cada uno lo avasalla un tornado de sensaciones que no comparte con los demás.
Nuestra casa, que hace tres cuartos de vida dejó de serlo, es larga y estrecha, una planta única aprisionada entre la de doña Adela y la que el Bogotano construyó para una de sus hijas pocos años después de nuestra llegada al barrio. Después de nuestra partida le pusieron piso de baldosas moteadas, y unos barrotes a la ventanita de la habitación que linda con la sala. Recorremos la galería de cuartos: sala, dormitorio de mamá, dormitorio nuestro y cocina. Nos sorprende en la cocina el mismo juego de azulejos que mamá mandó poner en una de las pocas mejoras que pudo hacerle a la casa. Y, a continuación, el único cambio: después de la cocina, en el gran patio que durante esos trece años fue para nosotros una base de operaciones interplanetarias, construyeron un par de dormitorios más. Vamos hasta el fondo y regresamos en el acto, siempre disculpándonos por las molestias causadas, y nos retiramos muy pronto de allí, no sé si acosados por la melancolía o por el descubrimiento de que esa casa en realidad no nos produce sentimiento alguno: puede que en el fondo de nosotros mismos hayamos dejado de identificarnos con los que fuimos.
Y, por fin, los individuos en que nos hemos convertido al cabo de la vida se despiden de los individuos en que se han convertido nuestras antiguas vecinas y sabemos que entre los del pasado y los del presente existe, firme, el vaso comunicante de la gratitud, de la amistad, del cariño imperecedero.
Hay los abrazos, los buenos deseos. La alegría. Cruzamos la calle y abordamos la camioneta de mi hermano. Nos vamos. Otra vez, espero que aún no para siempre.
         Para dirigirnos al sur, la zona ignota de la ciudad que desde hace tantos años habitamos sin pertenecer a ella, mi hermano enfila el carro por la noventa y dos, ya no hacia abajo, como en nuestros tiempos, sino hacia arriba: una cuadra más arriba de donde estábamos, en la cuarenta y seis, toma a la derecha y, aprovechando los viaductos construidos por una administración posterior a nuestra permanencia en lo que antes se llamó la Comuna Nororiental y ahora no goza de identidad reconocible, nos aleja del barrio. Por esa carrera nos vamos, bordeando las faldas de la comuna, derecho, derecho, hacia el sur, cruzando Manrique, Villa Hermosa, Los Ángeles, y muchas cuadras después alcanzamos la avenida Oriental, ya en el centro mismo de Medellín, y por ella bajamos con rumbo occidente para buscar la glorieta que nos permita reorientarnos hacia nuestro destino. Nos vamos callados, interrumpido el silencio solo por vaguedades, los tres corazones varados en la calle noventa y dos con carrera cuarenta y seis A, donde doña Adela y sus hijas quedaron diciendo adiós con las manos. La confluencia de esa calle y esa carrera, el antiguo sector del Chilí –cuyo nombre nadie recuerda–, es nuestra coordenada en el mundo y en la vida. No volvemos la mirada para ver por última vez el lugar donde quedó nuestro pensamiento, extraordinariamente amarrado a los corazones. Nos vamos. Seguimos yéndonos, como hemos estado haciendo durante veintisiete años, desde el desarraigo. El desarraigo consiste en regresar una y otra vez y en cada ocasión enterarse de que ya no se pertenece.
         Del encuentro quedan varias fotografías, como corresponde. Dos de ellas me conmueven. En una, desde luego, aparecemos todos sentados en la sala de nuestra antigua casa. La otra es muy hermosa. Están ellas dos, sentadas en el sofá de la anfitriona, en un plano americano. Mamá posa su mano izquierda en el brazo ídem de doña Adela. Ambas miran hacia la parte superior del plano y sus miradas escapan del cuadro por encima del eje, y los ojos y bocas sonríen con una luz de optimismo. Están contentas por haberse vuelto a encontrar, y están serenas después de todas las batallas.
          El barrio se llamaba Aranjuez. Así continúa llamándose, pero como ya no lo habita mi corazón no tiene nombre para mí.





domingo, julio 05, 2015

La gata y la ciudad


La cosa llegó a nosotros un 31 de octubre, el del año en que todo se iba a acabar. Llovía y criaturas diversas recorrían las calles. Mamá vino a casa cargando entre las manos y el pecho la más pequeña y peluda de esas criaturas, tocada su alma por una conmoción que se le reflejaba en los ojos: alguien la había arrojado de un carro. Un pirata y un hombre araña la recogieron, pero no podían conservarla. Tampoco mamá podía, pues ya teníamos otras dos. ¿Pero cómo dejarla en la calle y en la noche, y con esa lluvia?, se preguntó, me preguntó. Era imposible resistir la razón de esa mirada; aun así, traté de endurecerme. Me la entregó. Y, bueno, cualquier coraza se ablanda cuando uno carga un gato recién nacido. “Pero no podemos quedarnos con ella”, advertí. “Aquellos no lo admitirán”.
Aquellos se aproximaron, gruñeron. No les importaron nuestras razones. La cosa lloriqueaba, se movía como criatura vacilante por la sala, y nosotros estábamos condolidos por el mes y medio de vida y dolor que le calculamos. Mamá preguntó de qué género sería. La examiné y la única certeza me la dieron sus mimos: “Es una niña”, dictaminé. De todas formas desde el comienzo ambos habíamos decidido que lo era. Concluí: “Va a ser más difícil conseguirle hogar”. Mamá la llevó a su habitación y me tendió una trampa infalible. “¿Qué nombre le ponemos?”, preguntó. Intenté resistir: “Que le ponga nombre quien la reciba”. Mamá no se rindió: “Lorenza”, propuso. Así se llamaba la lora que le regaló la abuela cuando se casó con mi papá y que vivió con nosotros hasta cuando mi hermano y yo empezamos a tener noción de la existencia. Caí en la trampa. Observé: “Tiene que ser un nombre que esté en El amor en los tiempos del cólera”. Aquellos se llamaban Fermina y Florentino, y un hermanito suyo que vivió con nosotros por unos días y que le regalamos a una amiga mía se llamó Juvenal. Ensayamos varios nombres, pero ninguno nos convenció, pues aparte de Fermina Daza ninguna mujer de la novela se llamaba como una gata. Entonces mamá se atrevió a salirse del tema y, en un rapto de inspiración, propuso un nombre más ligado a nuestra vida: “Lucrecia”. Así la llamaba a ella mi papá y de todas las personas del mundo yo soy la única que siempre ha tenido presente dicho apodo. Así la tengo identificada en mi celular y con ese nombre figura un personaje que se le parece en mi libro de cuentos Medellinenses.


No se puede tener un gato bebé en la casa y no enamorarse de él. Aun así, durante los días y semanas siguientes se habló con insistencia de buscarle hogar a Lucre. Al principio, Fermina y Florentino refunfuñaron, trataron de excluirla y adelantaron algunos rasgos de su futura faceta como viejos enojadizos. A ella no le importó. Se metía entre ellos, encima de ellos, debajo de ellos, hasta que llegó la tarde en que los tres hicieron juntos la siesta en torno a mi computador mientras yo trabajaba. Después Fermina la lamió y por ese gesto nos enteramos de que todos éramos una manada. Pese a esto, seguíamos buscando el nuevo hogar y anunciando la existencia de la hermosa Lucrecia entre amigos y familiares. D, que todo lo hace bien, averiguó el dato de una tienda de mascotas donde la recibirían para entregarla en adopción, siempre y cuando no tuviera más de tres meses. Acordamos llevarla un domingo en que mamá estaría de viaje, cuando calculábamos que alcanzaría el límite de edad. Ese fin de semana no estuve tranquilo. El domingo me inventé un malestar que me impedía hacer el trayecto hasta la tienda de mascotas. Después conseguimos que la recibiera para su finca la suegra de mi prima Charlene y después de ello la mandamos unas semanas para donde la abuela, y después decidimos regalársela a la compañera de apartamento de M, pero cada vez que alguien se iba entusiasmando con ella a nosotros nos podía la desazón y con nosotros se quedaba Lucrecia. Y vino el último después. Cuando decidí casarme con D, acordé con mamá que nos llevaríamos a Lucre. Fermina y Florentino eran mis consentidos (amo a esos gatos como se aman las cosas bellas del mundo), pero nacieron en el edificio y desde que tenían menos de dos meses viven en el apartamento, de manera que sacarlos de allí es un drama de proporciones shakespearianas. Lucrecia, en cambio, por haber sido lanzada desde un carro en movimiento sabe lo importante que es adaptarse a cualquier ambiente.
Desde el comienzo se convirtió en nuestra compañera. Digamos que en una bastante fiel, aunque bien sabido es que la fidelidad gatuna se rige por la conveniencia. En un libro leí que, en el tumultuoso camino de la evolución, su especie entrenó a la nuestra para que aprendiéramos a servirle; a cambio nos suministra sus mohínes y desprecios en proporciones magistralmente calculadas. ¿A quién le importa? En lo que a mí respecta, sus siestas al lado del computador mientras escribo son suficientes para dejarme seducir y estar dispuesto a brindarle cobijo y alimento hasta que su vida de gata –solo tiene una– se apague o se apague la mía de hombre. Tampoco me aterra la criatura salvaje y ruin en que se transforma cuando vamos a la finca y se da a la caza de pichones y lindos insectos. He evolucionado para disfrutar el que me manipulen seres como Lucrecia y para pensar que esta me habla cuando utiliza alguno de sus muchos tonos de maullido al encontrarme en su camino, y para partirme de emoción cuando se acuesta en nuestro rincón como sintiéndose protegida. Ella es en realidad una fiera sin bondad ni maldad que se ha adaptado a vivir entre nosotros y a quien no le haremos ninguna falta cuando nos extingamos y pueda iniciar la carrera evolutiva hacia nuestro remplazo. Hablo, desde luego, en forma metafórica, condensando en Lucrecia el destino de su especie, pues lo cierto es que nuestra gata no vivirá más de tres lustros ni dejará descendencia que dentro de unos millones de años sustituya a la nuestra en los puestos de honor de la cadena alimenticia: cuando sobreviví al infierno de su primer calor, procedí a hacerle mutilar sus ansias de reproducción.
Poco después de instalarnos en el nuevo apartamento, una actitud suya me generó la ilusión de que tenía una relación especial con la ciudad. En las mañanas, cuando levanto la persiana del estudio, Lucre salta a mi escritorio y se ubica en la esquina que está más próxima a la ventana. Mira hacia afuera. Al fondo, en la estrecha planicie del valle y trepando por las ásperas montañas, se encuentra la urbe a la que ella y nosotros hemos venido a dar en nuestro instante de la eternidad. Lucre mira afuera. Yo la miro a ella y luego a la ciudad, y sé que ambos vemos universos diferentes. D ha descubierto que en esos ratos de contemplación nuestra gata desarrolla una interesante diversidad de sonidos. Afuera, la ciudad. En el ámbito más cercano las personas de nuestro barrio, las palomas, las tórtolas. Adentro, deseando lanzárseles en emboscada, la gata. Sus ancestros hablan a través de ella y dan cuenta de incontables jornadas de cacería en las estepas del mundo. Lucre regresa a sus otros rincones del apartamento, en muchos de los cuales nos hace el favor de coincidir con nosotros –a veces se digna mordernos con dolorosa gentileza para recordarnos que es la líder de nuestra manada–, y todavía en la noche se da un paseo de vez en cuando por la esquina de la ventana. Sé que elucubra ideas y es consciente de que la observo. Jamás le importará el hecho de que en su primera noche con nosotros me di a la tarea de escudriñar en las páginas de aquella novela, hasta descubrir que no nos habíamos salido del tema. Hay una Lucrecia en la historia de amor de Fermina Daza y Florentino Ariza: Lucrecia del Real del Obispo, de paso fugaz pero fundamental por la parte final de la narración.
        


Eternidad de los gatos

A Florentino, en el primer día de su perenne ausencia     Los gatos navegan el tiempo como las madres antiguas                ...