martes, abril 22, 2014

El amarillo es el color de la melancolía

 Para D.

          Y sí: se podía morir. Siempre lo supe, porque es un inevitable sino de los hombres todos, grandes y pequeños, del sastre al emperador, aunque uno tiende a pensar que no les ocurrirá a aquellos a quienes ama. El 17 de abril, cuando a media tarde me dieron la noticia, sentí ese como desgarramiento en el pecho y un torrente de lágrimas se me vino a los ojos, y durante varios minutos tuve que callar. Y fue todo. En realidad, andaba más triste por la muerte, el día anterior, de mi amigo Esnéider Zabala, y tras el impacto inicial la de García Márquez se volvió apenas un murmullo en el corazón.
Fue el más grande amor literario de mi vida. Lo conocí casi tan pronto como a la literatura, lo cual sucedió en cuanto aprendí a leer. Mis primeras lecturas fueron unos westerns que mi mamá guardaba en un nochero con otros papeles de mi papá. Tenía, no sé, ocho, nueve años. Entonces se produjo el gran guiño del destino: un día, mi tío Fabio estuvo de visita y dejó olvidado un libro que me llamó la atención por la carátula: la imagen de una persona que se veía muy triste, aislada en un rincón, forrada de pies a cabeza en un grueso vestido de color azul turbio, en un cuarto con baldosas azules y amarillas. Fue esa carátula, y no el título, lo que se conectó con algo muy íntimo en mi sensibilidad, pues soy desde niño un hombre dado a la tristeza.
La lectura se dilató a lo largo de casi un año. La primera de por lo menos cinco que he hecho de ese libro –en distintas ediciones–, y en una de sus muchas claves posibles, la que yo precisaba para ese instante de mi vida: la de aventura fantástica a modo de cuento infantil, en la cual aparecía, por ejemplo, un hombre melancólico al que siempre rodeaba una nube de mariposas amarillas. Después supe que se trataba de la edición de Cien años de soledad publicada en 1970 por Círculo de Lectores, y perdiéndose en la tortuosa ruta de los decenios aquel ejemplar fue a dar a la biblioteca de mi tía Leticia, en Pensilvania, de donde lo hurtaré la próxima vez que vaya por esos lados.
Recuerdo con nitidez varias de las impresiones que me generaban los sucesos narrados en la novela. Eso es: más que imágenes, impresiones. La tristeza del ser (¿hombre, mujer?) de la carátula; la melancolía de Mauricio Babilonia envuelto en su nube de mariposas amarillas; el prodigio de Remedios, la bella, acaso una muchacha triste y solitaria, elevándose en cuerpo y alma a los cielos, envuelta en las sábanas finas de su cuñada Fernanda del Carpio mientras esta se compungía por la pérdida de sus prendas en vez de asombrarse ante el fenómeno; el ingenio de Úrsula Iguarán para evadírsele a la vejez preguntando a los niños de la familia por el color de las cosas, como quien pone a prueba los progresos de los pequeños y no como quien se está quedando ciego, y ella misma reduciéndose de tamaño mientras le pasaban las décadas y los siglos hasta caber en una caja de zapatos y convertirse en juguete de sus tataranietos…
Ahora que lo pienso, mi primera lectura fue un viaje a la tristeza a través de las maravillas de la fantasía. Y sí, la tristeza es el elemento común en todas mis lecturas de Cien años de soledad, si bien cada una de ellas ha estado marcada por una clave distinta. En la polifonía literaria que esta novela constituye, distintos instrumentos han estado disponibles para cada uno de los hombres que soy en el instante de esas lecturas. En cada momento soy uno solo, pero la novela está dotada de una multiplicidad que le permite mostrárseme con nuevas voces cada vez que acudo a sus páginas. Y así como en la primera me atrapó la fascinación de los hechos fantásticos narrados en ella, en la más reciente, hace siete años y con motivo de un viaje a La Guajira –la mismísima región donde la historia tiene lugar–, la vibración principal de la narración estuvo marcada por la muerte. En otro instante, recuerdo, había sido la risa: cuánto se divierte el narrador García Márquez en este, el estudio más certero que haya hecho nadie sobre la cultura caribe. Y ahora que él ha muerto, me propongo una lectura en que la clave será la presencia del escritor.

Pasaron algunos años, me convertí en adolescente y fui a dar a un internado. Esto ocurrió en 1981, el año en que García Márquez sonaba como fijo para el Nobel pero en vez de darnos a sus adoradores la dicha del premio (lo obtendría al año siguiente) lo que nos entregó fue una novela corta y perfecta, una historia policiaca en clave de tragedia en la que desde el título mismo sabemos que el héroe va a morir y desde la primera línea que esa muerte será por asesinato. Conocidos tan pronto estos detalles, nos queda para el suspenso enterarnos de cómo es que lo van a matar, de las motivaciones más profundas de los asesinos y de cómo estos anhelan que alguien les impida cometer el crimen y cómo el pueblo entero que anhela impedirlo acaba asistiendo a manera de coro a la ejecución. Con seguridad el concepto se me ha contaminado por las sucesivas lecturas y por el exceso de siglos que ha caído sobre mi entendimiento, pero recuerdo la maravillada expectación con que leí aquella Crónica de una muerte anunciada.
Cuatro años más y, recién cumplida la mayoría de edad, estaba convertido en un apasionado de la escritura garciamarquiana. Ya habían pasado por mi sensibilidad toda su obra narrativa, buena parte de la periodística y algunas de las películas basadas en sus relatos. Entonces llegó el 7 de diciembre más importante de mi vida: el del lanzamiento comercial de El amor en los tiempos del cólera, que es de todas las novelas que adoro la que adoro más y aquella por la cual García Márquez, que ya era mi escritor preferido, se convirtió en uno de los miembros conspicuos de mi panteón espiritual. Ese 7 de diciembre cayó en sábado y lo recuerdo con plenitud. Todos llevábamos semanas escuchando y leyendo apartes de la primera novela posterior al Nobel y moríamos por tenerla de una vez por todas, y yo venía ahorrando peso a peso el valor del libro, de manera que esa tarde corrí a alguna librería del centro de Medellín y lo compré. Veintiocho años largos después, conservo el mismo ejemplar de pasta dura, amarilla y con la única ilustración del pequeño buque fluvial en la esquina inferior derecha. Sobresalen allí las dos chimeneas soltando humo (el de la selva adyacente al río Magdalena que durante casi un siglo se quemó y devastó para impulsar la navegación comercial) y la bandera del cólera, pero en cambio apenas si se notan, discretas aunque gloriosas, las siluetas de los dos ancianos enamorados.  
Todavía tuve que esperar a que terminara una fogata de los scouts (ese gran error de criterio de mi existencia) en el parquecito de Carlos E. Restrepo, antes de poder agarrar la buseta para mi casa, en el barrio Aranjuez, y encerrarme y durante dos días ofuscarme el corazón con la aventura del único héroe romántico al que en esta vida he querido imitar: durante muchos años estuve dispuesto a amar como Florentino Ariza y llegué a persistir en necias veleidades del corazón, hasta cuando descubrí que los Florentinos Ariza del mundo no habían sobrevivido hasta mi generación y que a las Ferminas Daza bien podía mandárselas con un gesto de desprecio al rincón más frío del olvido, pues en últimas solo merece ser amado el que nos ama (ay, D, vos). Aun así, adquirida esta conciencia gracias a las enseñanzas de muchas otras novelas y de la vida misma, ningún pasaje literario logra estremecerme de emoción, y hasta inundarme de lágrimas, como ese en el que, al cabo de medio siglo, Florentino Ariza logra por fin que la mano de Fermina Daza espere la suya en la soledad de un camarote y asistimos después de 447 páginas a la realización de ese amor por el que él ardió a fuego vivo desde cuando sus miradas adolescentes se cruzaron por primera vez. No hay momento más glorioso en la literatura que el encuentro final de esos dos ancianos que gracias a la tozuda pasión de él han logrado pasar por encima de todos los convencionalismos y enamorarse, ya no con el ardor de los años en que la gente debe incendiarse de pasión, pero sí con la serena felicidad del hombre y la mujer que, en apariencia, ya no tienen nada por vivir. Florentino Ariza es, al final, un hombre sabio cuyo mayor logro consiste en hacer merecedora de su amor a la mujer que no había logrado verlo. Ese es mi héroe literario y en su honor y en el de su amada bauticé a mis dos gatos.

Quería contar la anécdota de la primera vez que vi a García Márquez en persona, pero creo que ya no cabe aquí. Han pasado los primeros cinco días desde su muerte y a esta hora de la madrugada me tomo unos rones para brindar por su grandeza. Y sí, bueno, yo había anunciado que la suya sería la única muerte de un artista admirado que lloraría, y por eso he recibido unos cuantos mensajes de condolencia. Los que me quieren, saben que esta muerte me concierne en lo personal. No obstante, tengo que aclarar que ya lo lloré en 2006, cuando su agente literaria, Carmen Balcells, anunció que él no escribiría más. Esa es la muerte de un artista para sus seguidores: cuando deja de producir; lo demás corresponde al círculo de su intimidad, y el García Márquez de la vida privada y de los años posteriores al anuncio de Balcells no me ha interesado nunca en absoluto… Y, sin embargo, sí, siento ese vacío de cuando muere uno de los ancianos de la familia. Pienso en todo lo que he leído, paseo los ojos por mi biblioteca, y me doy cuenta de que en algún rincón de la eternidad existo todavía en la forma de un muchachito que lee como un libro de aventuras infantiles la novela más importante jamás escrita en nuestro lado del idioma. Es inevitable que en este momento se me escapen algunas lágrimas, no sé si por ese niño, cuya memoria no acaba de esfumarse en mi espíritu, o si en definitiva por ese hombre grande que murió, como uno de sus personajes maravillosos (Úrsula Iguarán), en Jueves Santo. Y tengo claro que sigue siendo el más grande amor literario de mi vida.

Eternidad de los gatos

A Florentino, en el primer día de su perenne ausencia     Los gatos navegan el tiempo como las madres antiguas                ...