jueves, agosto 02, 2012

La cinesífilis de Andrés


 …Pero, hermano, si no fuera por esa oscuridad,
si no fuera porque respiramos mejor dentro de
la sala del cine, ¿qué sería de nosotros?
Carta a Juan M. Bullita, octubre 16 de 1973

 Siempre, desde que me volví adulto y mayorcito que él, lo he llamado San Andresito Caicedo. No es que yo crea que los santos del catolicismo son buenos individuos, unos que merecen toda mi consideración; si tal cosa pensara, tendría el santoral casi entero para enrostrarme el error de criterio con una larga historia de sangre y dolor infligido a la humanidad por los individuos a los que la sacra Iglesia de Roma ha ungido con tal título. No. En mi santoral particular, que tampoco tiene que ver con el de Fernando Vallejo cuando canoniza al mojigato de Rufino José Cuervo, santos son los individuos que han sabido ser auténticamente fieles a su causa y a su condición humana, que han puesto en ello la fuerza de los ciclones y que incluso han sido mil veces salpicados por el pantano de los angelitos que los rodean y atormentan. Santos son los seres como este Andrés Caicedo, que vivió a mil y, fiel a su doctrina y al Seconal, murió pronto y dejando obra. Una demasiado extensa, demasiado vigorosa y pasional para sus escasos veinticinco años, intensa y fascinante, en tres áreas vitales para el desarrollo del espíritu humano.
La primera de esas áreas fue la literatura. Pienso con mucha melancolía en lo que dejó de hacer por morirse tan pronto y me gusta pensar en lo muy lejos que habría llegado, lo muy arriba, lo muy digno de los premios más importantes que habría sido. Otra es el teatro, hijo de la primera pero para el caso independiente de ella, y que San Andresito cultivó como actor y como dramaturgo. Y la otra, la que me trae aquí, es el cine. La cinesífilis, de acuerdo con el término que él usaba para definir su pasión por el arte de las salas oscuras y la luz a veinticuatro cuadros por segundo.   
Tengo grabada en la frente esta sentencia, una de las extensas admoniciones de María del Carmen Huertas, su heroína, al final de Que viva la música: “Adonde mejor se practica el ritmo de la soledad es en los cines. Aprende a sabotear los cines”. Mucho los saboteó él, en el sentido caicediano del verbo sabotear, que significaba hacer intensamente. Y hacer intensamente el cine significaba, en su caso, un cúmulo de acciones: presenciarlo como espectador, difundirlo como cineclubista, discernirlo como crítico, concebirlo como guionista y realizarlo como director (un director que, además, como tantos de aquellos a los que admiraba, se permitía la travesura del cameo).
Ni todos los espectadores intensivos devienen críticos ni todos los críticos anhelan en secreto ser realizadores. Estos tres papeles le sentaban a Caicedito por naturaleza. En sus mejores tiempos llegó a ser espectador de hasta tres películas por día en más de una ocasión a la semana. La consecuencia obvia tenía que ser el conocimiento exhaustivo del arte cinematográfico y, en un espíritu como el suyo, la necesidad de la reflexión. De ahí su faceta de crítico, que practicó en periódicos como El País, El Pueblo y Occidente, en Cali, y que, dada la incontenible intensidad de su cinesífilis, derivó en la creación de su propia revista, Ojo al Cine, que llegó a ser la más importante publicación especializada en el asunto cinematográfico en la Colombia de los años setenta. Le escribía a su compañero de generación Luis Ospina el 6 de agosto de 1973: “Hablás de un fondo que incluiría ‘Revista de cine, películas de 16, proyector, bombillas’. Aquí va lo más importante que tengo para decirte en esta carta: hagamos que sea un hecho lo de la revista”.
Por los días en que escribía esta carta, se hallaba en su periodo estadounidense, que durante varios meses alternó entre las ciudades de Houston y Los Ángeles. Fue allí en busca de un sueño todavía más alto: el de no solo escribir guiones, sino que estos se produjeran en la industria de Hollywood. Escribió dos películas de terror: La estirpe de la cripta y, tomando el argumento de un cuento de H. P. Lovecraft, The Shadow Over Innsmouth. Hizo los guiones completos en español y encargó a su hermana Rosario la traducción de los mismos al inglés para ofrecérselos, primero, al productor Roger Corman y, segundo, a cualquier representante de cualquier productor que estuviera dispuesto a escuchar a un escritor de gran talento como él. No lo escucharon. Lo más lejos que logró llegar, y eso gracias a los contactos de Luis Ospina (quien años antes había estudiado cine en la UCLA), fue a algunos miembros menores del “Gay Power” que intentaron ganarlo para su causa y le dieron una lección importante: no se debía entregar a ningún productor un guion terminado para que este lo leyera y considerara (y acariciara la tentación de pasárselo a uno de sus propios asistentes para que lo desarrollara), sino una sinopsis de la historia que le estaba ofreciendo. Lo intentó entonces con la sinopsis de un western que se titularía Los amantes de Suzie Bloom. Y tuvo que regresarse a Cali, donde lo esperaban su cineclub, sus amigos y la revista que iba a fundar.
Dos años antes de la revista y de la desventura hollywoodense, San Andresito Caicedo había vivido su primera y única gran aventura como realizador. En 1971, en codirección con su amigo y antagonista Carlos Mayolo, emprendió el proyecto de un largometraje más o menos basado en su relato Angelita y Miguel Ángel (recogido luego en el volumen Angelitos empantanados). Iba a ser una película de media hora. Consiguió los actores, que no fueron los niños que deseaba para los personajes, sino algunos de sus camaradas de Ciudad Solar, esa especie de comuna en que la generación de Caicedo se congregó durante varios años. Consiguió los recursos. Ensayó y empezaron a rodar. Él y Mayolo en la dirección. Lograron terminar varias secuencias, pero sobrevino la crisis. Así lo narra Mayolo en su libro de memorias Mamá ¿qué hago? (2002): “Tuvimos muchos encontrones Andrés y yo. Yo era demasiado mamerto y quería darle vida a la pareja proletaria [del relato literario]. La película termina con un gran baile de los proletos que los burgueses no podían disfrutar. Fue un engendro donde, con la bicefalia, cada uno pegó por su lado. Quedó una simbiosis de las dos cosas. Apologética”. Para Caicedo se trató más bien de un problema de edades. Carlos Mayolo era seis años mayor, y él estaba destinado a ser un jovencito por siempre. En carta del 25 de agosto de 1973 le escribe a su amigo Miguel González: “El que Angelita y Miguel Ángel permanezca como mi único trabajo inconcluso lo atribuyo, ni más ni menos, a una lucha entre generaciones”.
Después, en 1976, con una cámara de video y con otro de los amigos del combo, Eduardo “La Rata” Carvajal, grabó una entrevista colectiva a cuatro de los niños de su redil, criaturas en realidad menos empantanadas que idiotas, convertidas en personajes por el amor y la imaginación de San Andresito, que supo narrarlos con el ingenio del que la vida no los dotó. A cambio, ellos le dieron abismo y la fascinación de pecar al revés: el adulto corrompido por el menor. En esa entrevista, después rescatada, editada y agregada al acervo del culto caicediano por Luis Ospina, aparecen Guillermito Lemos y su hermana Clarisolcita, la Lolita drogadicta que se merecería la famosa antidedicatoria de Que viva la música.
Y luego, el 4 de marzo de 1977, se murió. Comenzó de inmediato la leyenda que en la última década llegó a rebasar las fronteras de nuestro país. En estos tiempos se puso de moda el culto al precoz genio de la literatura y el cine y la fascinación, a veces más del personaje que de su obra, alcanzó momentos sorprendentes. Se puso de moda Andrés Caicedo. Ya en las dos últimas décadas del siglo XX se habían realizado cuando menos tres trabajos sobresalientes que lo tenían como motivo: Andrés Caicedo: unos pocos buenos amigos, documental de Luis Ospina (1986); el documental Un ángel del pantano de Óscar Campo (1997) sobre Guillermito Lemos, y el experimental Calicalabozo de Jorge Navas (1997) sobre la vida y la obra de San Andresito.
En lo que va corrido del siglo XXI, restringiendo el inventario al mundo audiovisual, habría que destacar el argumental Jamás dijo nunca nada de Esteban Arango (2009). Y, sobre todo, el documental Noche sin fortuna de los argentinos Francisco Forbes y Álvaro Cifuentes. En el delirio que le significa la búsqueda del personaje, el documental logra momentos de gran belleza, el máximo de ellos cuando regala al espectador con la narración y puesta en escena animada de aquel western que en 1973 Caicedo había concebido para algún productor de Hollywood. Hermosamente se nos muestra aquí la magnífica película que habría podido ser Los amantes de Suzie Bloom. Entendemos que San Andresito Caicedo era joven. Estaba destinado a serlo por siempre. Y lo que le hacía falta para triunfar en el cine era tiempo. Crecer, madurar. Lo que él no estuvo dispuesto a hacer.

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