miércoles, octubre 19, 2011

Una anfitriona acertada y dos películas colombianas

En la noche fui a cine con S. Llovía como si los cielos del mundo entero nos hubieran enviado su lluvia. Tres de las cosas que me gustan más. Estar en cine, sentir la lluvia y estar con S. Habíamos llegado de Abejorral, adonde yo quería ir desde hace años. Toda la vida he pasado por la entrada a ese pueblo, camino a La Unión, Sonsón y los demás escenarios donde ocurrió la existencia de mis ancestros, y ahora se me presentaba la oportunidad de conocerlo gracias a que una amiga está viviendo por unos meses allí. Una amiga que además es escritora. Anoten este nombre, quiero ser el primero en mencionarlo para el ámbito del periodismo y la literatura: Eliana Castro. Una mujer de palabra sublime. Cuando supere su tendencia a la tristeza sin fundamento, será una autora del tamaño de Leila Guerriero y entonces todos querremos que escriba perfiles de nosotros. Mientras tanto, pueden seguirla en el blog que sostiene con sus compañeras de La Panacea, un grupo del que saldrá más de una escritora interesante:  http://www.ungatilloa5manos.blogspot.com/.
Lindo pueblo, Abejorral, aunque pésimamente administrado. Está enclavado en un paisaje de sucesivos valles de alta montaña, de una belleza que se le mete a uno en lo más hondo de la poesía. Conserva mucho de la arquitectura del siglo posterior a la Colonización Antioqueña, pero segundo a segundo las casas tradicionales se desvencijan ante los ojos del visitante y se advierte el afán esnobista que prima en los nuevos constructores; en pocos años, esta cuna de antiguos colonizadores imitará a otras poblaciones de la región del Oriente en la mudanza de su arquitectura hacia el estilo feo de los barrios populares de Medellín. Ya lo hicieron Marinilla, El Carmen de Viboral y Rionegro. Y ni hablar de sus calles, a las cuales se ve que en décadas la administración no les ha invertido un peso en mantenimiento. Lo peor es que bastó un par de días de tropezar por todos lados con la campaña política actual para darnos cuenta de que el futuro no es promisorio: dos candidatos, no más que dos, en representación de los partidos de siempre, Liberal y Conservador, se disputan la alcaldía con una estrategia repleta de mezquinos epítetos al contrario y falsarias promesas al electorado. Abejorral marcha a toda prisa hacia el pasado, pero no hacia la gloria de sus mejores tiempos. De todas formas aún es grato pasear por allí. No conocimos ni saludamos a nadie más que a Eli, no hizo falta; tan buena anfitriona es, que llena con su presencia todas las ausencias posibles.
Al salir del pueblo, le dije un poco en broma y un poco en serio a S: “Si sobrevivimos a esta infame carretera, cuando lleguemos a Medellín nos vamos para cine”. De no ser el feliz optimista que es, S habría tenido razones de sobra para temer que no sobreviviríamos. La carretera de Abejorral de veras merece el calificativo de infame y yo cargo con la injusta fama de ser un conductor sin pericia, y encima soy de esos que fácilmente se dejan robar por el paisaje. En esto me alejo de Fernando Vallejo, quien, la última vez que hablamos, hace tres años mientras yo recorría el cañón del Chicamocha y él visitaba a S en el teatro Lido, replicó a mi descripción del hermoso viaje: “A mí ya no me emocionan los paisajitos”. S está acostumbrado a lidiar con los sustos y los ensueños de los escritores, por lo que a la vez podía comprender el desdén de Vallejo por los paisajes y mi fascinación por ellos, de manera que aprobó con alegría la idea de ir a cine no si llegábamos, sino en cuanto llegáramos a la ciudad, y no necesitó preguntar qué veríamos.
El jueves anterior habíamos fracasado en el propósito de ver Póker, la película de Juan Sebastián Valencia. Tras apenas una semana en cartelera y una asistencia pírrica de público, había sido relegada en Medellín a un par de salas y a un horario tan infame como la carretera de Abejorral. Acudimos al multiplex de Premium Plaza, uno de los mejores sitios para ver cine en la ciudad a pesar de los horrendos cortos que allí le imponen al público antes de la función (mal realizados y proyectados en un videobeam con menos lumens que el corazón de un asesor del expresidente Uribe). Yo estaba afanado porque pensaba que Póker saldría de cartelera al día siguiente y, como bien se sabe, considero una obligación de cinéfilo ver todas las películas nacionales y además un amigo de criterio confiable me había dicho que la ópera prima de Valencia tenía unos cuantos méritos. También esa noche llovía y bajo la lluvia llegamos justo a tiempo. Sin embargo, la niña de la taquilla nos anunció que la función había sido cancelada. Habían cambiado Póker, en la cual tendrían dos espectadores serios pagando, por un preestreno que les llenaría una sala de lagartos sin pagar. La niña trató de consolarnos invitándonos a ver el preestreno. ¿Cuál era? ¡Johnny English! Odio a Mr. Bean casi tanto como a Nicolas Cage (ninguno de los dos me ha hecho nada, ni los conozco en persona ni saben que existo, pero sus películas insultan una y otra vez mi sensibilidad de espectador maníaco). “¡Jamás me verá usted en una película de ese monigote!”, le grité a la niña, como si a ella le importara, como si supiera que existe un anticomediante horrible llamado Mr. Bean y como si supiera que Johnny English es basura repudiable y además le importara. “Calmate, Cesítar”, sonrió S. Para no perder el impulso cinematográfico, entramos a ver una comediezuela que me indignó de tan estúpida: Amigos con privilegios. 
Al día siguiente nos fuimos a visitar a Eli.

LA NIEBLA
Consultamos la cartelera y vimos que Póker continuaba en Premium Plaza en el horario infame. Para el hueco que nos quedaba entre nuestra llegada a Medellín y la hora de Póker se nos presentó una opción que también anhelábamos: El páramo, que acababa de ser estrenada. Arribamos a la taquilla justo sobre la hora y nos atendió la misma niña de la otra vez. La miré con optimista complicidad, pero la carencia de emoción de sus ojos puestos en algún pensamiento ajeno a mí me hizo comprender que no nos registraba en su memoria. Informó que ya no quedaban puestos para ver El páramo, lo cual nos aterró porque así se nos desmoronaba el doble bocado cinematográfico pero a mí me alegró porque significaba que una película colombiana volvía a ser un taquillazo y no era uno de los adefesios de Dago García. Miramos el computador de la niña. En realidad estaba libre la primera fila, pero ella asumía que nadie querría ubicarse ahí. Recordando que las salas de Premium Plaza ofrecen una respetable distancia entre la primera fila y la pantalla, le dije que de todas formas nos vendiera las entradas y en ese momento descubrimos una aplicación práctica del antiguo juego de Tetris: más atrás había un par de cuadritos libres, el C1 y el D1, que nos permitían estar juntos en un sentido ligeramente distinto al tradicional. Compramos esas butacas y me imaginé que, como en el Tetris, dos filas desaparecían al acabar de llenarse con nosotros. No desaparecieron las filas. No desapareció nadie en el teatro, pero rato después sí mucha gente en la pantalla.
Yo esperaba que tanta promoción como la que El páramo ha tenido en los medios y en el circuito de festivales fuera indicio de una película cuando menos bien hecha. Y bien hecha, muy bien hecha, está: impecable producción. Los soldados parecen soldados, para lo cual fue importante que el Ejército colaborara permitiendo el uso de instalaciones, uniformes e insignias; que las armas no fueran de juguete, que los actores supieran actuar y no fueran galanes de telenovelas, que en vez de fingir el miedo los personajes lo sintieran y que la relación entre ellos develara la violenta armonía que existe en los cuerpos castrenses. Como es arriba es abajo, y entre estos nueve hombres, igual que en todos los grupos armados de derecha e izquierda, legales e ilegales, aquí y en cualquier país, el que manda no es el mejor sino el más agresivo y el que en últimas sobrevive no es el más valiente sino el más sinuoso. Lo demás está dado por un guion que será preciso analizar despacio —no en este momento—, pero que es eficiente en su intención de asustar, o por lo menos mantener en vilo la atención del espectador, valiéndose del suspenso que está presente en el mejor cine de escuela Hollywood y sin las torpezas del más pretensioso cine colombiano. En El páramo no hay descanso; espectador que sale tres minutos a orinar, rompe el hechizo y se pierde detalles esenciales porque no hay en esta película un solo minuto de más. Osorio Márquez tiene un sentido de la tensión con el que en Colombia podría equipararse, si acaso, el de los hermanos Orozco en Saluda al diablo de mi parte.
No existe en nuestro país una industria cinematográfica, sino una extensa acumulación de óperas primas. Pocos directores llegan a hacer un segundo largometraje y muchos menos un tercero. De los que han rebasado la barrera del cuarto filme, casi todos lo han hecho aplicando formulitas para realizar baratijas en cantidad. Ninguno de nuestros grandes maestros tiene una obra uniforme en cantidad de títulos y hondura estética. En esto vengo pensando hace tiempo, y mientras veía la ópera prima de este nuevo Jaime Osorio de nuestro cine pensaba también que ojalá esta tendencia se revierta. Creo que estamos ante un director del que desearemos ver cuatro y más títulos.

EL AZAR
Finalmente pudimos ver Póker, aunque en un doblete esta película debe verse antes y no después que El páramo, porque a la narración de Juan Sebastián Valencia le falta la que es precisamente la mayor virtud de la de Jaime Osorio Márquez. Esto es, el sentido de la tensión. Y en un ejercicio de comparación un poco más profundo, habría que mencionar aspectos fundamentales como el reparto. Valencia opta por reunir en la escena a un elenco principal de seis actores, del que al menos cuatro son reconocidos galanes de nuestras telenovelas. Primer escollo: uno ve a estos señores haciendo, en vez de una película, uno de esos capítulos unitarios de ciertos espacios de los canales nacionales; es inevitable pensar en ello.
El debutante director “apuesta” (el verbo, desde luego, no es gratuito) por una narración fragmentada en torno a una noche de cartas en la sala vip de un casino. La narración se corta cada tantos minutos para, a punta de digresiones, contarnos la historia que ha llevado a cada uno de los personajes a esa mesa, esa noche, ese momento definitivo de sus existencias. El recurso es necesario, pero no se utiliza con eficiencia: cada vez que el espectador es arrancado de esa sala de juegos para contarle un fragmento de una de las seis historias que allí confluyen, se rompe el flujo de la narración y hay que empezar de nuevo a encariñarse con la película. Juan Sebastián Valencia además de dirigir escribió el guion, por lo que es él a quien hay que citarle un referente que podría serle útil: Guillermo Arriaga, Fuego. El mexicano consigue narrar una historia en tres momentos (a veces incluso cuatro) que se cortan una y otra vez a lo largo del metraje, manteniendo la tensión en los tres y desde el primero hasta el último minuto. Esto se debe, además de la gran habilidad de Arriaga como narrador, al hecho de que los tres momentos de la historia de Fuego son también los decisivos en las vidas de sus personajes, y además de ser decisivos son interesantes y (otra vez hay que decirlo) están narrados con gran sentido de la tensión.
No ocurre esto en Póker. Si bien de cada uno de los cinco personajes sentados alrededor de aquella mesa, y del sexto que vuela al encuentro de la única mujer del combo, se nos trata de contar los momentos decisivos de su existencia, dichos momentos están marcados por un aire telenovelesco que los banaliza. Hay un hombre que se endeuda por satisfacer los deseos de su amada, otro que necesita costear el trasplante de médula de su hijito canceroso, un pobre que anhela conseguir con qué pagar la educación de su hija y callar a su odiosa exmujer, un sacerdote que peca, una madre violada, un muchacho bueno que se enamora en el metro… Historias que ocurren todos los días en el cine como en la televisión —y como en la vida—, es cierto, pero que en Póker se parecen más a las de la caja tonta que a las de la gran pantalla. De esta manera, ni el tono ni las historias de los personajes logran seducir al espectador (por lo menos a mí no; mucho menos a S).
Lo que sí tiene esta película, en cambio, es un interesante diseño de producción. Donde la narración no se ve enturbiada por la cercanía de la historia al género de la telenovela es en los escenarios. Aquí, Juan Sebastián Valencia y su equipo de trabajo logran hacer cine.
En alguna parte leí que la ciudad donde ocurre la historia de Póker ha sido asolada por un terremoto. No me dio tal sensación ni lo dice la sinopsis oficial de la película. En cambio, sí es una urbe extraña, con un aire entre posmoderno y, bueno, apocalíptico; con bastantes toques de las dos ciudades que sirvieron de locación, Bogotá y Medellín (más, de la primera), pero también de otras tantas aglomeraciones urbanas tanto del primero como del tercero y del último mundo. Al acabar la proyección me levanté diciéndole a S que, sobre todo, esa ciudad-rompecabezas me hacía pensar bastante en cierta ciudad literaria que un día veremos en cine: la que muestra Rafael Chaparro Madiedo en su novela Opio en las nubes. No me levanté de la butaca (ahora no pasábamos de una decena los espectadores en la sala) pensando en esos personajes insulsos que acababan de no conmoverme, sino en las personas que llevan varios años trabajando en la adaptación de la novela de Chaparro: sí se puede mostrar en cine la ciudad en la que unos gatos alebrestados hablan de amores y un tipo marcha a la muerte en una ambulancia con whisky. Esto le dije a S, quien a estas alturas estaba aburrido y me acusó de ser complaciente con el cine colombiano. Hay un venenito en esta acusación y los dos nos reímos.
Al salir de la sala, pensaba en la niebla en que se incubaba el miedo de los soldados de El páramo y en las calles por donde las almas compungidas de Póker rodaban hacia la disolución. Después leí un comentario de Jaime Osorio Márquez: Lo que me interesa o me llama del cine y que me gustaría lograr con él, es finalmente una cosa: no es invitar a soñar, sino a despertar”. Dejé a S en su casa y me fui para la mía por la ruta del aeropuerto, la que bordea el escabroso barrio Antioquia. Llovía y al motor del carro se le había acabado el agua. Se recalentó; yo iba solo.

Eternidad de los gatos

A Florentino, en el primer día de su perenne ausencia     Los gatos navegan el tiempo como las madres antiguas                ...