martes, junio 21, 2011

El cinéfilo


En los tiempos en que vivíamos peleando, O descalificaba mis apreciaciones con el argumento, no siempre acertado, de que a mí me gusta todo lo que veo en cine. Me gusta casi todo lo que veo en cine, sí, pero eso se debe a que desde que me convertí en ‘espectador profesional’ (así me calificó una vez una vicedecana de la universidad) acostumbro filtrar la cartelera con un criterio contundente: de entrada descarto todo lo que sea completamente desdeñable, desde las comedias románticas en que la Jennifer Aniston vigente se repite una y otra vez en el papel de tonta peluda, hasta las sagas para espectadores sociópatas en que despedazan personas ante la cámara, pasando por cualquier Nicolas Cage y por los dramones idiotas para adolescentes ídem… (aunque debo confesar que he seguido Crepúsculo, saga que está batiendo los más insufribles récords de ñoñería).
Lo colombiano sí lo veo todo, pero no todo me gusta. Todo lo veo, por un deber moral y, acogiendo el calificativo otorgado por la vicedecana, profesional. Nuestra industria es frágil y es preciso cuidarla acudiendo a las salas donde los distribuidores la reciben de mala gana. Veo todas las películas colombianas que llegan a cartelera, a sabiendas de que si doce títulos se estrenan en un año, dos serán El paseo y El jefe y denigrarán de nuestra condición de seres dotados de sentido estético; cuatro serán En coma; dos estarán en el limbo de lo que iba a ser y no acabó de lograrlo, tipo Karen llora en un bus; dos serán celebradas pero aburridas, tipo El vuelco del cangrejo; una será celebrada y celebrable, tipo Los viajes del viento; y apenas una vez por año tendremos algo de lo que enorgullecernos mucho como Retratos en un mar de mentiras. Las Confesión a Laura de nuestro cine acaso se dan una vez por década y, me temo, en total no suman cinco en toda la historia.
De estos asuntos estoy hablando con I, mi amigo periodista cultural de Bogotá, que ha venido con su esposa a presentarla ante su familia. Me dedica la última tarde de su visita. Como ya conoce el palacio donde trabajo, lo invito a tomar algo en el café del Museo de Antioquia, que tiene vista sobre la interesante plaza de esculturas del maestro Fernando Botero. Allí confluyen todo lo de cosmopolita y todo lo de pueblerino que tiene Medellín. Esto es, un puñado de esculturas que ambicionaría la plaza principal de cualquier capital del mundo, pero ubicada en un rincón poco santo de la nuestra al que van a dar los turistas de cinco pesos que se toman fotografías encima de las esculturas y hasta rayan la pátina de las mismas con simplonas declaraciones de amor. La tarde está espléndida, maravilloso encuentro de sol brillante y brisa fresca, ideal para tomarse un par de cervezas con un viejo amigo y expeler veneno en contra de nuestros denostadores.
—Sos una especie de cinéfago —concluye I cuando acabo mi enumeración de todo lo que sí veo. Habla con ese acento suyo, tan bogotano, ala, que intenta tocar de paisa cuando viene a Medellín, ciudad de donde proceden sus ancestros pero en la que no se arraigó su espíritu. Además habla con buena intención y desconociendo el peligro de escarnio en que sus palabras me ponen.
Me arremete un acceso de pánico. Miro alrededor, los ojos muy abiertos, sintiendo que todo el mundo me ve con reprobación. Siento que descenderán paracaidistas sobre cada una de las esculturas de Botero, se abalanzarán contra el café, me capturarán y darán con este sencillo patriota en algún centro de tortura. Siento que hay micrófonos de la CIA, de la KGB, de Scotland Yard y hasta del DAS instalados en cuanto punto sea posible y siguiendo cada una de nuestras intervenciones. Aparecerá en cualquier momento el inspector Gadget y tratará de capturarme.
Mi réplica es más rápida que la razón:
—¡No, no, no! Cómo se te ocurre. —Tiemblo, pero logro controlar el flujo de aire hacia mis pulmones antes de empezar a hiperventilar. Empiezo a modular muy bien cada sílaba, de manera que hasta los micrófonos del DAS puedan captar mis palabras sin tergiversarlas—. Cinéfagos es la expresión que usan Oswaldo Osorio y los amigos nuestros que saben de cine para referirse a sí mismos. Jamás osaría yo atreverme a semejantes alturas. Yo si acaso veo todo lo que es mínimamente digno de ver en cartelera, pero no sé nada de Hollywood y mucho menos intuyo siquiera lo que hay más allá del horizonte.
Mi tono es concluyente. I entiende que debe callar. Callamos ambos. Con las dos manos alcanzo el providencial vaso de agua que el mesero me trajo hace un rato y, aunque regando casi la mitad, apuro el líquido en un único sorbo hasta el interior de mi conciencia. Mis ojos vuelan de un lado a otro como los de un paranoico acosado por un ejército de sicópatas —perdón si el pleonasmo ofende a los demás sicópatas—, y logro calmarme al fin. Bajo la cabeza, la tomo entre las manos; calculando que en algún lugar de la mesa sobrevive desde la Guerra Fría cuando menos un microfonito de la KGB en buen estado, emprendo el más humilde acto de contrición. Oro, casi en voz alta.
—Señor Dios del cielo y de la tierra, sacrosanto creador del cine y de la crítica, te suplico perdones la ocurrencia de este necio amigo mío y le hagas entender que no debe un humano usar para sí o los de su entorno los vocablos que solo deben nominar a las deidades. Te suplico, avisado señor de los fotogramas, veles por la salud física, mental, económica e intelectual de los cinéfagos que en el mundo son, y permitas que continúen hasta el fin de los tiempos iluminando con su sapiencia las turbias pretensiones de los que simplemente vamos al cine como quien sale de un ahogo a respirar… —tomo aire y me entusiasmo; mis palabras fluyen con emoción—. Señor, ya que no es el nuestro un encuentro frecuente, aprovecho el momento para suplicarte impidas que sea yo o uno de mis amados quien se encarte con los 35 mil millones de pesos que acumula el Baloto. Gracias también por el sol y la luna y por permitir que todavía de vez en cuando los gringos hagan películas como Blue Valentine. No te pido que en Colombia lleguemos a tanto, pero al menos impide que en mi amado país se vuelva a hacer algo como Lecciones para un beso. Y, Señor, last but not least, ya que estás en sintonía con mis amores, te pido como últimas concesiones de la tarde que en su decadencia Woody Allen siga haciendo cositas como You Will Meet a Tall Dark Stranger y que Mel Gibson se rehabilite para que su amiga Jodie Foster nunca tenga que volver a hacer cretinadas. Señor, un último atrevimiento ya que me estás escuchando: mejor si Jodie Foster nunca vuelve a dirigir películas. Así sea por toda la eternidad o al menos mientras yo esté vivo, amén.
        Respiro, pues, esperando que me hayan escuchado, no en los cielos en los que no creo, pero sí en el DAS, y que en alguna de sus mazmorras haya un obispo rezando por el alma del expresidente Uribe. Ya sabemos para qué sirven los rezos de los obispos, el alma de ese señor y las mazmorras del DAS. El cielo se tambalea y mejor si cae. Miro a mi amigo I, quien después de tantos años aún no me considera una sanguijuela que se chupa las anécdotas de los demás con el fin de nutrir sus novelas. Hay quien me acusó de semejante exabrupto en días recientes.
I está pálido. Impresionado. Sus cachetes rojos han perdido el color.
—No sabía que fueras tan buen católico —musita.
—No lo soy, querido —susurro.
Y, por si es verdad lo de los micrófonos, desprendo una hojita de la libreta de apuntes que me regaló cierto noviecito y escribo: “Todas esas peticiones que acabo de hacer son una farsa para impresionar a esos organismos de seguridad, que siguen siendo uribistas. La única fe que mantengo en estos días áridos es la que profeso hacia mis gatos”. Le entrego la hojita. I lee, respira, se le llorosean los ojos detrás de las gafitas. Me seco el sudor.
—Dime pues cómo se te puede llamar a ti, que ves, respiras, sientes, amas, odias en cine.
Estos periodistas, tan necesitados de ponerle nombre a cualquier fenómeno. Hay una expresión que siempre me ha gustado mucho, pero como también con los muertos me porto humilde no la uso para referirme a mí mismo: la cinesífilis de Sanandresito Caicedo. Creo que cuando contraje esa enfermedad él todavía estaba vivo. Yo tenía muy pocos años, tan pocos que la nostalgia aún era en blanco y negro, cuando empecé a ver películas en el teatro Palermo del parque de Aranjuez, el barrio donde crecí y sobreviví a la tentación de ser asesinado a balazos en una calle y de noche. Hoy el Palermo no existe; en su lugar, la esquina suroccidental del parque, se levanta una fea unidad residencial; el parque está reducido a estación donde comienza la línea del metroplús, el sistema de buses articulados que rodará por mi ciudad cuando ya no existan el cine ni los sicarios; y el barrio no existe más que en mi memoria. Todo acabó. De mí no queda sino un hombrecito que va a cine obsesivamente. Y lo hago, siempre, siguiendo la sentencia de Caicedito en Que viva la música (por cierto, en proceso de adaptación por parte de Andy Báiz): que donde mejor se respira el ritmo de la soledad es en los cines (“aprende a sabotear los cines”). Todo esto se lo digo a mi compañero de la tarde. Mando:
—Hombre, no te amargués buscándole nombres complicados a lo que es tan sencillo. En definitiva no soy un crítico, ni un realizador, ni un cinéfago, ni un cinesifilítico. —Tomo del morral el ipad que me prestó el ciudadano gay de Medellín y abro la versión en libro electrónico del diccionario de la RAE, consulto y rápidamente encuentro para I la definición elegante de lo que soy yo: un cinéfilo, un simple aficionado al cine, que lo disfruta y nada sabe sobre él—. Aunque sí hay algunas recomendaciones que te puedo hacer: ve a cine a solas o con el chico o chica de tu corazón; si hay público, mejor, porque el público es ingrediente principal, la salecita, de la sazón cinematográfica; mézclate con el público, sé un individuo anónimo en medio de él, pero no cultives las malas acciones de los espectadores pedestres. No hables, no te desconcentres como no sea para dar un beso en la boca de quien esté a tu lado si es el de tu corazón, duérmete si la película está maluca, y no comas. Sobre todo, no comas cosas ruidosas. Los nachos están prohibidos, las papitas están prohibidas, ¡las crispetas están prohibidas! Crispetas es como llamamos en Medellín lo que ustedes en Bogotá llaman maíz pira y en las traducciones mexicanas palomitas de maíz… La regla de la comida puede romperse solo si estás con el chico o chica de tu predilección: la única persona a la que durante algún tiempo soporté masticando crispetas a mi lado era E, pero esto se debía a que estaba podrido de amor; llegó luego el olvido a rescatarme del oprobio, y ahora el mero olor de los bocadillos estos me produce más deseos de venganza contra mi vecino de butaca que los de Freddy Krueger contra los vecinos de la calle Elm que lo quemaron vivo.
Callo. Brindamos. La charla da un amplio giro en torno a Sandrita, la esposa de I, que se ha quedado en casa de las tías empacando las maletas. Pronto me canso de tanto amor, pues mi fuente de dicho sentimiento está seca, y con un silencio diciente le hago saber que no quiero oír más de gente feliz. Acata al momento, él siempre tan generoso. I tiene un alma cándida, tanto que cuando nos conocimos lo obligué a ver Helena, la ópera prima de Jaime César Espinoza, y aunque nunca ha dejado de hacer chistes al respecto tampoco interrumpió nuestra amistad ante tan poco promisorio inicio.
       Propone un nuevo regreso al tema dominante de la tarde:
—Cesítar, ¿tú qué piensas de los críticos? —pregunta, otra vez con su necedad. Pero está de visita, no nos hemos visto en varios años y no nos veremos en otros tantos porque yo a Bogotá no pienso ir nunca y él a Medellín viene muy poco, así que hago el esfuerzo de ser amable y responder.
—Ay, hombe, cómo me ponés en dificultades con mis amigos. Estoy impedido moralmente para hablar del asunto, pues varios de los que más temo son además críticos. Pero para no ser grosero con vos, te responderé que detesto a esos críticos que escriben como si tuvieran una gripa mal cuidada: no cultivan el idioma, sus conceptos pueden ser válidos pero están enfermos y, lo peor, ni siquiera van a cine. O hacen como que van, pero se retiran de la sala a los diez minutos. Critican del cine lo que piensan que éste es a partir de sus prejuicios y a los directores por lo que recuerdan haber visto de ellos en su juventud. Aparte de ese feo defecto de algunos cultores suyos, tengo claro que la crítica es un eslabón importante de la cadena cinematográfica, uno que de vez en cuando sirve para conectar a las películas con el público, pero que también es prescindible.
—¿Pero no piensas que para creerle a un crítico es necesario que haya hecho películas?
—¡Absolutamente no! Quiero decir, la realización no es un prerrequisito indispensable de la crítica, y en cambio de vez en cuando aparece por ahí algún Truffaut que pasó de la crítica a la realización. En Colombia tenemos el caso de Lisandro Duque, pero es excepcional. Otros que lo han intentado (los adoradores me van a matar por esto) han fracasado, digamos, simpáticamente: tendrías que ver El niño invisible de Luis Alberto Álvarez. Sergio Cabrera le dijo a R en una entrevista que lo interesante del episodio es que Luis Alberto había podido comprender el cine desde el otro lado, el de la dirección… A más de uno le he oído insinuar algo así como que los críticos deberían hacer cuando menos una película, para que conocieran mejor el objeto. No estoy de acuerdo. El peruano Isaac León Frías nos decía hace años, en una entrevista, que lo suyo con el cine era la crítica y no el papel de realizador frustrado. Mirá: no todos los que amamos el cine queremos hacer películas. Yo nunca he querido, aunque te cuento que C Montoya, la poderosa productora de comerciales, me tiene seducido con el proyecto de adaptar mi primera novela.
—Una loca adorable esa mujer, a propósito.
—Adorable, mientras los vampiros no estén por ahí. Pero volviendo a los críticos, te diré para qué han de servir ilustrándotelo con un ejemplo muy sencillo: uno de mis prejuicios es contra las comedias gringas y de no ser por O, que me recomendó darle una oportunidad, nunca habría ido a ver ese disparate tan divertido que aquí titularon Qué pasó ayer y que en el original se titula The Hangover (en español colombiano, “El guayabo”).
—Tienes que verte la segunda parte.
—Ya la vi.
        —¿Ajá?
        —Nunca creí que si una comedia gringa tenía tiros buenos, su segunda parte pudiera servir para algo. Pero si O me desmontó el prejuicio contra la primera, me arriesgué a la segunda. Resultado: la escena en que los monjes budistas cascan a los tres tipos me secó a carcajadas.
I ha quedado algo molesto por la interrupción del circunloquio sobre el matrimonio feliz. Lo he venido advirtiendo en la posición de su largo cuerpo, cada vez más pesado en la silla, y lo confirmo al percibir una muy sutil intención de venganza en lo que sigue:
—Ve, Cesítar. Tengo que advertirte de algo: desde tu artículo sobre En coma hay gente diciendo que eres complaciente con el cine colombiano.
Percibo en el tono de su voz que algo de acuerdo está con esa acusación. O tal vez es que estoy paranoico y les invento segundas intenciones hasta a los pájaros.
—Eso dicen los que no lo leyeron, sino que oyeron hablar sobre él —replico con una voz que pretende sonar divertida pero en la que cualquier detective del DAS notará un aire de irritación—. Malditos los que así proceden. Feas mutaciones se enreden en el ADN de su descendencia hasta la quinta generación.
        Por supuesto, como ya no peleo con O no lo culparé de esa afirmación. Además porque sé quién la hizo. La hizo el hace rato aludido R. ¡Nazcan sus hijos con nariz de ornitorrinco y cabellera de erizo! Mi buen amigo O ya no me acusa de esas cosas; por lo menos no mientras no tenga muchos rones en la conciencia, que es cuando pasa de querer a todo el mundo a detestarme a mí. Él y yo ahora somos un par de vejetes aburridos que por miedo a romper el fino cristal de su amistad se tratan con toda clase de cautelas, y de vez en cuando coincidimos en algún cine.
        —Hoy es el solsticio. ¿Sabías? Comienza el verano en el norte y el invierno en el sur.
        —¿Qué comienza para nosotros los del trópico?
        —Nada. Para nosotros no comienza nada. Nosotros estamos siempre.
—¿Nos vamos ya, Ivancho?
—Pero primero la foto del recuerdo.
Pagamos la cuenta. En la plaza buscamos a un fotógrafo ambulante y le pedimos que nos retrate frente a la escultura del perrito. Nos ubicamos a lado y lado del bicho y nos robamos sendos bigotes con la ilusión de que traigan buena suerte.

lunes, junio 20, 2011

Florece un guayacán amarillo al frente de mi casa

Antier ganó el equipo del que soy hincha, no sé por qué. No sé por qué ganó, pues su campaña fue pobre, y no sé por qué soy su seguidor, si me parece absurda esa identificación de las masas en torno a un club que no representa otra cosa que los intereses de sus dueños. Ni siquiera los jugadores son de la ciudad. Además, en definitiva el fútbol me gusta poco, casi nada. 
Vi el partido, a solas, y tuve el alma en vilo hasta cuando Nacional metió el primer gol. De ahí en adelante hice fuerza para que ampliara la ventaja cuando menos en un tanto, de manera que no "tuviéramos" que ir a la ronda de pénales, emocionante pero sumamente riesgosa. Llegó el segundo gol y la gloria parecía alcanzada. Nunca entiendo eso, un pueblo que se siente en la gloria porque unos tipos ganan un partido de fútbol. Pero ahí estaba yo, gritando de alegría, como bárbaro y como tonto, en mi casa. En los últimos minutos el equipo contrario empezó a atacar con mucha fuerza y me volvieron los nervios. Y ya en la fracción final de la reposición, el maldito rival hizo el gol que nos mandaba al punto pénal. Pero ganamos. Todo el mundo salió a celebrar. Yo celebré a solas. Luego me puse a leer hasta que vino el sueño y me llevó consigo a un país donde se cumplen otras leyes.
Ayer, cuando desperté, el día estaba frío. Tomé un vaso de agua y luego un café caliente. Salí al balcón a tomar el café. El mundo estaba frío. Entonces lo vi.
El guayacán que hay al frente, al lado de la canalización, floreció. Se llenó de amarillo. Un amarillo intenso, feliz, en medio del verde de los otros árboles y del gris de la ciudad. Una hermosa doble hilera de árboles recorre la canalización. Han crecido durante veinticinco años y albergan: numerosas clases de pájaros, muchos de los cuales vienen del norte cuando allí es invierno; algunas aves mayores, entre las cuales he atestiguado guacamayas, loros, tucanes, halcones y águilas; gallinazos, los carroñeros del vuelo elegante; infinidad de insectos; ardillas, muchas ardillas que de vez en cuando pasan entre esos árboles como exhalaciones de ensueño; y hasta iguanas. Sí, iguanas, que uno piensa solo se ven en la costa. Un magnífico bosque lineal separa mi barrio del vecino.
El guayacán es pequeñito. Tengo la impresión de que se quedó así, como púber, porque lo sembraron al lado de unos árboles grandotes que no le han dado espacio para crecer. Todos son tan verdes. El guayacán es tan intensamente amarillo hoy. Amanecí con la alegría del nuevo título de mi equipo y ahora viene este guayacán que durante dos días estará amarillo a llenarme el alma de alborozo. Y de pronto empieza a llover. Miro la lluvia, miro el guayacán, miro la ciudad. Mis gatos miran conmigo. Tengo dos gatos a los que les gusta ver la lluvia. Me acuerdo de algo que escribí hace algún tiempo: 

Llueve en Medellín. Cae una tempestad que me hace recordar las de la Biblia. Miro el aguacero por la ventana. Es hermosa la lluvia, pero del otro lado de mi bienestar se están cayendo casas. Toda belleza tiene como reverso el infierno.


jueves, junio 02, 2011

¡Bacano, mostro!: Un comentario sobre En coma, de Juan David Restrepo y Henry Rivero

Ese jueves, como correspondía, Juan David estaba exaltado. Era el 5 de mayo de dos años y medio después del rodaje y su película se estrenaba donde había prometido: en la cancha principal del barrio Antioquia. Él no llegó a tiempo para la función de prensa de la mañana, pero sí para la que le importaba, la función dedicada a “su” gente. Y cuando fue evidente que a pesar del enorme andamiaje de carpas y equipos de sonido las condiciones de proyección no iban a ser las adecuadas, le recomendó a la multitud: “Vayan mañana a verla en salas comerciales; es justo que comamos algo de cuenta de esta película”. Lo fundamental en ese momento no era verla bien, sino saberla estrenada en el sector que se volcó a sus pies en diciembre de 2008 para la filmación; vivir la fiesta del estreno con la gente que en masa prestó las calles, las casas, la imagen. Concierto de vallenato, de hip hop —o como quiera que se llame ese ruido que voces rudas hacen en imitación de música y pretensión de poesía—, gran despliegue de producción, muchos vivas. Vivas a Juan David, a la película, a los músicos, a quien fuera: la gente estaba con ellos. Una señora aceptó que sí, que era justo que los realizadores comieran un poco de cuenta de su trabajo, y entre la muchedumbre de por lo menos mil personas rebotaron comentarios en contra de la piratería.
Esa noche, Juan David Restrepo habría podido ser lo que deseara. La multitud lo habría proclamado salvador de la patria, concejal, alcalde, cualquier cosa. Tan emocionado estaba todo el mundo. Y no es que regresara uno de los hijos dilectos del barrio, pues Juan David no vivió nunca una larga temporada allí. En realidad pasó la juventud itinerando por diversos puntos de Medellín, una ciudad de la que dice que “sabe a ganas de salir adelante y huele a tristeza” (El Espectador, mayo 5, 2011). No sé si en realidad llegó a vivir durante algún tiempo en el barrio Antioquia, uno de los sectores duros de la ciudad, antigua zona de prostitutas, más recientemente de guerras de pandillas y en el presente sede de uno de los mercados más activos de esta capital: el de sustancias que alborotan el espíritu. Hace mucho que no se presentan grandes batallas en sus calles. Lo sé yo, que vivo a todo el frente de su parte más dura, cruzando la quebrada La Guayabala, al otro lado del Patio del Tango, en la frontera del barrio Santa Fe (aunque algunos de mis contradictores, en la época en que se creía que ello importaba, se burlaban diciendo que vivía en el Barrio —escrito así, con mayúscula, decir el Barrio es decir Barrio Antioquia—).  
Muchas batallas que solo parecerían posibles en cine me tocó presenciar desde mi ventana del quinto piso de un edificio construido en ladrillo a mediados de los ochenta y en un terreno que un arzobispo mafioso de Medellín les vendió a unos urbanizadores. En la época más difícil estallaban balas y bombas contra pechos, cerebros y memorias, y yo veía el resplandor de los estallidos, escuchaba el zumbido de los proyectiles volando por esas calles y a veces perdiéndose contra los muros de mi edificio, oía los gritos desesperados de los familiares. Incluso llegó a suceder que una bala perdida entrara por la ventana de la pieza de mi prima Lulú, en el cuarto piso, y pasara zumbando a pocos milímetros de su cabeza para ir a destrozar el portarretratos de su novio y con él su corazón. Después apareció un cura que logró promover un pacto de paz entre las bandas, y también sucedió que la ciudad se calmó un poco; ya hace bastante que no me tocan esas balaceras, las que ahora muestra En coma.
La relación de Juan David con el Barrio se inició doce años atrás, cuando acompañó al equipo de realización de La Virgen de los Sicarios, comandado por Barbet Schroeder, a grabar un par de secuencias tres cuadras abajo de la cancha, precisamente en el Patio del Tango y al frente de mi edificio. En esa ocasión no apareció en cámara, pues las escenas de su personaje, Wílmar, se desarrollaban en lugares distintos de Medellín. La estrella era Ánderson Ballesteros, el otro muchacho que en la película de Schroeder —y de Fernando Vallejo— sedujo a medio planeta. Poco después hice un perfil de Ánderson y en uno de los encuentros del dilatado trabajo de reportería éste llegó a mi casa con Juan David. Pero ya el espacio asignado en la revista no me alcanzaba para entrevistar a Juan David, por lo que nos prometimos hablar más tarde… Cosa que aún no hacemos.   
Después de La Virgen de los Sicarios, Juan David y Ánderson quedaron con la ilusión del cine. Muchas cosas pasaron en sus vidas, y lo cierto es que de los dos fue Juan David el que más se acercó a la ilusión. Ha filmado, a veces en papeles de cierta importancia, varios largometrajes y series de televisión en Colombia y Venezuela. Pero quiso algo más: escribir y dirigir sus propias películas. E hizo todavía más: pasó del deseo a la acción, y lo hizo con método. Escribió un guion, consiguió una coguionista que le ayudara a salvar sus deficiencias, obtuvo una beca del Fondo de Desarrollo Cinematográfico, consiguió un codirector que le ayudara a compensar su falta de experiencia, convocó actores profesionales, convocó actores naturales, consiguió productores, filmó En coma

Me habían prevenido contra la película, así que cualquier cosa buena que viera en ella sería ganancia. En Cartagena, donde en marzo inició su recorrido de festivales, la presentaron en una sala periférica y los pocos que la vieron dieron testimonios poco alentadores. Mi amiga C estaba disgustada porque su nombre no apareció en los créditos de la producción, en la cual trabajó sin contraprestación económica. Aun así, reconoció que si bien la historia no la conmovía, la producción no era deficiente y hasta había una persecución bien hecha.
Que no fuera un desastre, era mi aspiración máxima frente a En coma. Tengo el vicio patriótico de sentir mías las películas colombianas (menos las de Dago García, por supuesto), por lo que padezco sus defectos y celebro sus virtudes como si fueran producto de mi propio esfuerzo. Esta película me importaba por Juan David; por Ánderson, que tiene un personaje más o menos relevante; por C, que durante el rodaje vistió actores y cargó cables, por Medellín, por… Bueno, después de un comienzo de año en que nuestro cine osciló dramáticamente desde el abismo de El paseo hasta la cima de Los colores de la montaña, deseaba que la ópera prima de Juan David Restrepo me sorprendiera un poco.
Y un poco me sorprendió.
El guion está escrito como si Juan David nunca más fuera a hacer una película: quiere contarlo todo en apenas hora y media de metraje, y acaba mezclando mal lo que por separado tal vez habrían sido dos historias interesantes. Un drama romántico, que el press book compara ingenuamente con Romeo y Julieta, y una trama de matones asociados al narcotráfico. Además de Shakespeare (en paz descanse y no se dé cuenta de con qué lo comparan), hay aquí imperfectas resonancias de la Ciudad de Dios de Meirelles, de los Buenos muchachos de Scorsese y hasta de algún Almodóvar (ese corazón coronado de espinas que late en la secuencia de créditos). El problema es ese: la imperfección de las referencias, enfrentada a la ausencia de un sello propio.
En coma no es una obra de madurez, aunque tampoco uno de esos pastiches realizados por sujetos a los que les faltan experiencia y talento o a los que les sobran recursos pero les falta tino. El buen nivel de la realización impide que sea la película colombiana más pobre del año, y aquí el acierto de Juan David al buscarse una coguionista, un codirector y unos productores poderosos. Si algo demostró, es que sabe usar su raro poder de convocatoria. Los recursos le alcanzaron para rodearse de un equipo a la altura del reto cinematográfico, tanto en lo técnico como en lo actoral. Habría que abonarle, por ejemplo, el hecho de que En coma logra lo que ninguna otra producción colombiana, al mezclar, sin que se noten baches interpretativos, actores profesionales y naturales. Hasta el galán televisivo Juan Pablo Raba consigue pasar por muchacho de barrio bajo medellinense sin parecer postizo al lado de los muchachos del Barrio a los que se encomienda alguna acción frente a la cámara, y como ellos se la pasa llamando “mostro” a todo el que se le cruza por el camino a su personaje. “Mostro”, supongo, es una deformación de monstruo, que en un sentido fraterno los jóvenes de las barriadas paisas acogen en la sexta acepción de su entrada en el diccionario de la RAE: “Persona de extraordinarias cualidades para desempeñar una actividad determinada”. En el parlache, la jerga popular que nació al abrigo de la cultura narco en los años ochenta, “mostro” ha venido a sustituir a la bella expresión parcero y su apócope parce.    
El casting es, pues, uno de los aciertos de En coma, y ello a pesar de que la trama desperdicia por completo a la supermodelo Natalia París, que aquí hacía su primera incursión en la actuación, y pone a Álvaro Rodríguez —el actor más presente en nuestro cine durante la última década— a hacer, otra vez, de policía morboso. Aparte de estas falencias, actores profesionales como Julián y Edgardo Román, y el propio Juan David, se acoplan muy bien con los habitantes del Barrio que se ven en la pantalla. Hay que insistir entonces en que ninguno de los aspectos de la producción falla ostensiblemente en esta ópera prima. La falla está en la historia narrada y para eso no hay remedio. Demasiados personajes, demasiado drama mal resuelto.
Esa noche me fui del Barrio a poco de iniciar la proyección, dos horas largas después de lo programado. El espectáculo se presentaba interesante, pero las fallas en la logística lo hacían insoportable. Aguanté la extensa espera hasta el inicio de la película, porque deseaba atestiguar la reacción de la gente: no hay nada que mueva tanto el sentido de identidad de un grupo humano como verse en una pantalla. Minutos antes, vencido ya por la evidencia de que a pesar del aparatoso andamiaje se colaba demasiada luz mortecina, y mientras los técnicos trataban de cubrir con cortinas negras el reflejo de las potentes lámparas que iluminan la cancha del Barrio, Juan David dio la orden de iniciar la proyección con una invocación divina, travieso y como encomendándose a Dios porque definitivamente se hallaba ante el público que le importaba: “Padre, hijo y espíritu santo… ¡Se fue esta película!”. En ese momento, en ese lugar, En coma empezaba a existir para el cine.

Eternidad de los gatos

A Florentino, en el primer día de su perenne ausencia     Los gatos navegan el tiempo como las madres antiguas                ...